• Dejar ir es dejar llegar

    Paseando por Valencia me topé con un grafiti que decía: “dejar ir es dejar llegar”.

    Hace unos años, en redes sociales, se comenzó a romantizar (por decirlo de alguna forma) el soltar y dejar ir ciertas cosas, personas o situaciones de nuestra vida. La gente parecía conforme con esta nueva moda y estaba completamente absorbida por la tendencia que a tantos había encandilado. 

    Hay que reconocer que dejar ir es algo necesario. Tenemos que saber cuando nos aferramos a algo porque verdaderamente lo necesitamos y cuando lo hacemos por puro capricho. Si nos acogemos a situaciones o personas que no nos benefician en nada nos estamos auto destinando al fracaso, a un final que podría haber sido bonito si hubiéramos sabido soltar a tiempo. Muchas veces no lo hacemos por miedo al después, por los recuerdos que albergamos o simplemente por no saber hacerlo. Nos olvidamos de si realmente aquello que estamos reteniendo es algo que debería estar en nuestra vida. 

    Ahí reside la importancia de dejar ir. Va más allá de lo superficial y de una simple moda que muchos realmente no entienden o no se esfuerzan por entender. Dejar ir simboliza el cambio y la llegada de cosas nuevas, el despojarse de aquello que ya no nos suma para que tampoco acabe restándonos. Es fundamental saber cuando algo debe marcharse, y no hacerlo únicamente por seguir una tendencia que está haciendo que olvidemos la importancia de mantener las cosas, de cuidarlas.

    Dejar ir es dejar llegar, pero si no nos centramos en el paso intermedio, mantener aquello que nos llega para que no se vaya, no hemos entendido nada. Se destaca la capacidad de dejar que todo vaya (y se vaya) a su ritmo, pero parece que no recordemos lo bonito que es luchar por mantener algo y poner interés y ganas en todo lo que nos llega para que dure mucho tiempo. Si por fluir con la vida suponemos que nos hemos de desentender de las cosas más importantes, nos estamos equivocando. Hay cosas que no podemos desatender y de las que no nos podemos desentender, así de sencillo. 

    Nos hemos perdido mientras intentábamos fluir y dejábamos ir. La tendencia desprestigia lo bonito de dedicar nuestro tiempo (lo que ahora parece que nos falta tanto) a las cosas que queremos. Hay una frase que dice “no rain, no flowers”. Si no llueve, no hay flores. Pues en la vida pasa lo mismo. El interés y las ganas, fundamentales para mantener, son algo que mucha gente no valora pero que no puede ser más importante. Lo bonito de dejar ir se ha visto eclipsado por la fama que ha obtenido y que ha hecho que se convierta en una cultura de usar y tirar. Al final, nos arrepentiremos de haber dejado ir cuando en realidad lo que deberíamos haber hecho era conservar. 

    Dejar ir nos ha eclipsado por completo, haciendo que no sepamos mantener las cosas y, lo que puede ser peor, no dejando que lleguen otras nuevas. El cambio es una cosa que caracteriza a las personas pero si no aceptamos aquello que tiene que venir, ya sea bueno o malo, no evolucionaremos ni creceremos como personas. Si dejar ir es importante siempre que sea preciso y mantener es algo de lo que no nos hemos de olvidar, dejar llegar cierra el círculo que deberíamos trazar constantemente. Me reafirmo en lo que dije en una de las reflexiones: la vida tiene lo mismo de bonita que de dura, pero si sólo dejamos llegar lo que nos haga felices no sabremos cómo conciliar las malas experiencias que nos puedan suceder. Estamos en constante aprendizaje y todo lo que nos ocurre es la muestra de ello. 

    Dejar ir es dejar llegar, pero no nos olvidemos de mantener aquello que nos importa. Una balanza a tres que hemos de saber conciliar. 

  • Cicatrices de oro

    Una cicatriz es el recuerdo constante de aquello que fuimos, que somos y que seremos. 

    En Japón, Kintsugi, cuyo significado es “reparación dorada”, es el arte de reparar objetos de cerámica con barniz mezclado con polvo de oro. Esta técnica, que ha acabado por convertirse en una filosofía, se centra en la causa que ha provocado la ruptura de los objetos y los valora precisamente por eso: porque se quebraron, pero también porque fueron reparados. Las cicatrices doradas son el recuerdo de una historia, al mismo tiempo que un símbolo de belleza y transformación. 

    La historia de esta técnica y posterior arte se remonta al siglo XV. El shōgun Ashikaga Yoshimasa mandó reparar dos tazones de té a China, pero el resultado no le agradó. Unos artesanos japoneses fueron los encargados de volver a reparar las tazas, esta vez empleando la técnica del Kintsugi. Desde entonces, el Kintsugi ha sido apreciado y ha evolucionado hasta lo que significa hoy en día para muchas personas: una filosofía, una forma de ver la vida. 

    Kintsugi se caracteriza por sus cinco fases. En el accidente primero llega el golpe y después la herida, los fragmentos rotos. Nosotros los cogemos como podemos, intentando no cortarnos más para que las heridas que ya tenemos no sigan creciendo. El armado es la consciencia y el impacto de realidad, mientras que la espera es la aceptación no sólo de lo que nos ha pasado, sino de quienes somos después de lo que nos ha pasado. Es en la reparación cuando resurgimos y cambiamos, al igual que los objetos que adquieren una nueva apariencia. Iguales pero diferentes, con marcas que llevaremos por siempre. Por último, la revelación. El broche final a un largo proceso de aceptación y cambio, en el que únicamente nos queda apreciar el trabajo realizado para aceptar la nueva versión que hemos creado. 

    En un mundo que busca la perfección en todos los ámbitos, muchas veces nos olvidamos de que cada cicatriz tiene una historia y todas las historias merecen ser contadas. Somos aquello que nos ha pasado y las cicatrices son el recuerdo de nuestra historia. Forman parte de nuestra esencia, y en algún momento las hemos sufrido y han provocado un cambio en nuestro interior. Contemplarlas nos recuerda quienes somos, a lo que nos hemos tenido que enfrentar o nos seguimos enfrentando. Nos hace ser conscientes de lo que algún día nos pasó y nos dejó marca, de lo que nos está sucediendo y estamos intentando aceptar y superar de la mejor forma que sabemos, intentando que lo que nos quiere empequeñecer no acabe por hacerse grande. 

    El color dorado es, sin duda, un símbolo de belleza y elegancia. Kintsugi valora las cosas por lo que han conseguido: hacer frente a lo que las rompió, ser más fuertes que eso. Reconstruirse a partir de sus pedazos rotos, creando una versión más reforzada y bella que la anterior. Lo mismo sucede con las personas. A lo largo de nuestra vida nos enfrentamos a golpes que nos dejan marca, monstruos que crecen sin control y contra los que no podemos hacer nada, realidades difíciles de creer. Pero de una forma u otra conseguimos resurgir de aquello que nos ha herido, y lo hacemos creando una versión diferente —que no peor— de nosotros mismos. Somos lo que nos pasa y cómo nos enfrentamos a ello.

    Kintsugi somos nosotros, nuestras heridas convertidas en cicatrices. Son todas aquellas personas que nos han tendido una y dos manos, que no nos las han soltado hasta que el viento ha dejado de rugir. Son todos aquellos momentos que han hecho que ahora seamos de la forma que somos. Kintsugi es confiar y confianza, el recuerdo de una historia que permanecerá siempre en nosotros. Es el dolor convertido en fortaleza y el afán por seguir adelante a pesar de las piedras que nos podamos encontrar en el camino. 

    Kintsugi es saber que, a pesar de todo, siempre habrá un rayo de sol que nos ilumine.