Tenemos un objetivo y hacemos todo lo que está en nuestra mano para alcanzarlo. Estamos a punto de conseguirlo, pero todo se queda en un mero intento. Lo vemos escaparse de nuestras manos. La impotencia nos invade y nos cuestionamos las cosas, nos culpabilizamos. ¿Hasta qué punto he dado lo mejor de mí? ¿Podría haber hecho algo más para conseguirlo? Podría. No. La voz de la exigencia nos persigue, pero hay veces que simplemente no se puede y también es importante ser conscientes de que eso es una posibilidad que muchas veces sucede.
Una de las múltiples frases que nos regala El Principito (un libro que no deja indiferente a nadie) dice que sólo hay que pedir a cada uno lo que cada uno puede dar. El problema viene cuando nosotros nos volvemos los protagonistas y llega el impacto de realidad. ¿Qué es lo que nos estamos pidiendo? ¿Estamos cruzando una línea que no vemos? ¿O es que la vemos y la ignoramos? ¿Hasta qué punto merece la pena cruzarla?
Posiblemente, por no afirmar rotundamente de primeras, nos estamos pidiendo mucho más de lo que podemos dar. Un fantasma llamado autoexigencia nos persigue de forma inevitable. Empieza siendo prácticamente invisible, inocente, pero poco a poco se hace más notable y comenzamos a analizarlo todo de forma mecanizada. Sabemos las cosas que no hemos hecho bien —lo que no quiere decir que las hayamos hecho mal— y nos prometemos que no se volverán a repetir los mismos errores. Y es que aprender de ellos está bien hasta que se vuelve un bucle del que no podemos salir. Está claro que si nos proponemos algo no lo podemos perder de vista, pero de ahí a que nuestros objetivos controlen nuestra vida hay un salto muy grande. El problema viene cuando no somos conscientes de lo que (nos) estamos haciendo hasta que llega un punto en el que no se puede más. El fantasma se ha hecho demasiado grande y nos domina, pero ya es tarde para ponerle remedio sin salir perjudicados de la situación.
Entonces entra en juego otro fantasma llamado perfeccionismo. La autoexigencia y él se encuentran y se forma una mezcla difícil de controlar. Intentar alcanzar la perfección es un camino por el que no nos hemos de perder. Y es que, si no existe en realidad, ¿por qué nos obcecamos en llegar hasta ella? ¿Acaso nos sentiremos mejor una vez la hayamos alcanzado? La respuesta siempre será no. Puede que nos invada una sensación momentánea de triunfo (por catalogarlo de alguna forma) que se verá eclipsada por las ansias de querer mantener todo al mismo nivel de perfección. Porque siempre querremos más, independientemente del punto en el que nos encontremos. Empezamos de forma sutil, nos prometemos que lo tendremos todo bajo control. Pero acaba controlándonos —y consumiéndonos— y sólo podemos exigirnos y exigirnos, aunque sepamos que tenemos que poner límites. No podemos. Y somos conscientes de ello y lo intentamos, pero seguimos sin poder. Queremos tenerlo todo bajo control y que todo salga perfecto, y cuando lo conseguimos deseamos que siga siendo así. Aunque llega a un punto en el que se vuelve muy complicado sostener esa situación y al final, sin darnos cuenta (o dándonos cuenta pero ingorándonos), nos vamos agotando y somos incapaces de mantenerlo todo a la altura que nos hubiera gustado.
La autoexigencia y el perfeccionismo son conceptos que van de la mano, y muchas veces se ven alentados por las expectativas que se ponen sobre nosotros. Al principio era cuestión nuestra llegar a lo más alto y cumplir todo lo que nos proponíamos, pero luego entra un factor externo. La gente. Ahora ya no quieres llegar al mejor nivel sólo por ti, sino por ellos y por lo que esperan de ti. Te creen capaz de todo y a la vez ven muy raro cualquier pequeño error que puedas cometer. Y nos presionamos y presionamos para no decepcionar a nadie, pero la realidad es que nos perdemos por el camino y al final, de nuevo, todo se vuelve insostenible. ¿Quién tiene la culpa? Nadie, realmente. Las voces de nuestra cabeza son cada vez más fuertes y, aunque sepamos que no será la mejor decisión, nos vamos desviando de nuestro camino inicial. Y es que olvidamos que estar siempre a la altura es imposible. Somos personas que se equivocan, que hacen las cosas mal y que aprenden de los errores. Olvidamos que un fallo lo tiene cualquiera.
Es innegable que resulta muy frustrante dedicar todo nuestro esfuerzo a conseguir un objetivo y no llegar a él. Nos autoconvencemos de que se ha tratado de un mal día y subimos un poco el listón para que la próxima vez no vuelva a ocurrirnos lo mismo. Y volvemos a intentarlo pero volvemos a no llegar, y seguimos subiendo el listón. De nuevo no llegamos y seguimos y seguimos. Acabamos chocándonos contra él y toca asumir la realidad: no pasa nada por no tenerlo todo bajo control. No pasa nada por no llegar a la perfección en todo a la vez, porque es prácticamente imposible. No estamos decepcionando a nadie, ni a nosotros mismos, al contrario de lo que podamos pensar. Toca asumir que hemos cruzado una línea y que es necesario que dar marcha atrás y ser conscientes de dónde está el límite.
Puede que la voz de la exigencia siempre esté presente, pero es importante que tomemos consciencia sobre ella y sepamos marcar límites con tal de protegernos a nosotros mismos. Todos fallamos y todos aprendemos, pero ahí reside lo más importante. Fallaremos de vez en cuando pero aprenderemos a controlar y a convivir con los fantasmas que intentan dominarnos.