La dama de rojo

Había llegado el día. Me desperté con la tranquilidad de saber que todo estaba yendo según lo planeado. Al salir de la cama el frío gélido propio del invierno me dio los buenos días, y cuando me acerqué a la ventana, no me sorprendió el un manto blanco que anunciaba las fechas que se acercaban. 

La primera vez que lo vi vestía una camiseta blanca. No recuerdo nada más que los pensamientos rondando por mi mente, un ruido que no cesaba y que me decía que pronto llegaría el momento, que me preparase. Me fui acercando a él poco a poco, me gané su confianza. Nos volvimos íntimos hasta que todo se rompió.

Bajé a desayunar. Seguí la misma rutina de siempre, como si mi vida no hubiese cambiado y los acontecimientos que estaban a punto de suceder no fuesen a marcar un antes y un después tanto en mi como en las personas que lo rodeaban. El molesto pitido del microondas me sacó de mis pensamientos. Le puse dos cucharadas de café a la leche y me hice, al igual que todas las mañanas, dos tostadas de pan con aceite. 

Llevábamos meses sin hablar, sin vernos. Sabía que estaría solo y que no se esperaría encontrarme al abrir la puerta “¿Tú?, ¿qué haces aquí?”; al igual que tampoco se esperaría el golpe que vendría después. Nunca me había asustado un poco de sangre. 

El reloj marcaba las diez y media de la mañana cuando empecé a arreglarme. Observé mi imagen en el espejo y pude ver como un rostro que no era el mío me miraba desde un ángulo que desconocía. Sabía que me estaba juzgando con dureza, aunque tampoco hice nada por evitarlo. No podía. Me maquillé como siempre: la base tapaba todas las imperfecciones de mi cara, al igual que el corrector ocultaba el estrés de estos días y la falta de sueño que me había comportado. Mi semblante era serio y mi cara pálida, pero el colorete lo arregló pronto. La luz había vuelto a mis facciones, al igual que la grandeza a mis ojos. Acabé delineándome los labios. Esta vez elegí el color rojo, rojo sangre. 

Se despertó unas horas después, desconcertado. No sabía dónde estaba. Se atragantó con tantas preguntas que tenía, aunque ninguna obtuvo respuesta. Estaba furiosa, rabiosa. No olvidaba el final de nuestra relación y nuestra historia, la que estaba destinada a un final precioso pero que acabo truncándose. Me miró suplicante mientras una lágrima se deslizaba por mi mejilla. El daño ya estaba hecho. 

Abrí el armario y saqué un vestido negro largo hasta los tobillos. Observé mi figura antes de ponérmelo. ¿En qué momento había dejado que la situación me perjudicase tanto? La gente se daría cuenta de mi repentina palidez y delgadez. Verían las marcas en el cuello, los moratones en uno de mis brazos. Empezarían a atar cabos, a hacerse preguntas; llegarían a la verdad. Para, no. Nunca lo conseguirían y nunca me descubrirían. Sin pensármelo dos veces me enfundé en el vestido y me puse unos tacones altos que estilizaban mi figura. Añadí al conjunto un gran abrigo que me evitaría pasar frío, y una bufanda de tonos oscuros que usaría para ocultar las marcas. 

No se me olvidan los momentos finales. Oigo todos los días su voz. “Por favor, por favor. Sabes que nada de lo que ocurrió fue intencionadamente. Tú siempre has sido la única, y lo ibas a ser antes de que te marchases. No me he olvidado de ti y me arrepiento desde aquella noche de todo lo que ocurrió. Podemos volver a empezar. Suéltame de aquí, te lo perdono todo. No diré nada a nadie.” Flojeé por unos momentos, pero ahora nada ni nadie me iba a echar atrás. La decisión estaba tomada. 

Me acerqué al tocador y cogí los pendientes más discretos que tenía. Añadí dos anillos al conjunto y, cuando me los puse, me quedé observando mis manos. Tan delgadas, delicadas, inocentes. Tan culpables. Saqué los guantes del cajón; me los pondría para evitar que se me congelasen. Alcancé mi bolso del perchero y me aseguré de guardar en él un paquete de pañuelos. Hoy no podían faltar las lágrimas. Si iba a seguir con el teatro lo iba a hacer bien. Me aseguraría de que nadie descubriese nunca nada. 

He olvidado el momento exacto, pero las marcas que aún tengo en el cuerpo me lo recuerdan. El forcejeo previo, sus intentos por resistirse. El final casi cambia de bando pero no fue capaz. El color rojo sería el recordatorio constante de dos sucesos horribles, el suyo con respecto a mi y el mío con respecto a él. Jamás le hubiera perdonado su engaño. 

Salí de casa y puse rumbo a mi destino final. Caminaba decidida y segura, peligrosa. Comencé a ver la aglomeración de gente y las caras de desolación y de desesperación. Vi a sus familiares rotos de dolor, aunque ahora sólo era capaz de pensar en el mío. No me sería difícil fingir. Llegué a la puerta de la iglesia unos minutos antes de que la ceremonia comenzase y su madre vino a abrazarme, a buscar consuelo en los brazos de la pareja de su hijo. Nunca sabría la realidad. Él se lo había ocultado todo: su desliz, nuestra relación que se había roto. Decidí seguir aquel juego. Entramos en la iglesia de la mano, ella sufriendo por la pérdida de un hijo; yo, teniendo la certeza de que nunca nadie sabría que yo fui quién lo asesinó. 

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