Llegamos al parque que frecuentábamos casi todos los días y ella, como siempre, corrió despacio hacia los columpios. Yo me quedé sentado en un banco que había enfrente y, como siempre, me embobé mirándola. Era tan guapa… no había cambiado nada con los años y cada día que pasaba la quería más y más, si es que eso era posible.
Cogió carrerilla y dejó que el columpio comenzase a subir. Siempre me fijaba en la forma en la que movía los pies cuando estaban en el aire, en su cara de diversión cada vez que cogía más altura; como si se tratase de una niña a la que le han regalado caramelos. El Sol, que se asomaba tímido entre los árboles, iluminó su pelo y su rostro, las hojas de los árboles se movían por el aire y, gracias a ese balanceo, se desprendieron algunas que parecía la perseguían. Una risa tímida inundó el ambiente y, mientras ella seguía disfrutando de las pequeñas cosas, ajena a los pensamientos que me estaban rondando por la mente, yo sólo podía pensar en que desde que estaba ella todo tenía un poco más de sentido y no había día que no diera las gracias por ello.
Comencé a hacerle gestos con la mano. Y ella, confundida porque posiblemente no me entendía, simplemente me sonrió y me saludó con una mano efusivamente. Sí, seguía enamorado. En realidad, me enamoraba todos los días. Lo hacía con la primera conversación nada más levantarnos, cuando dejaba la tortilla hecha al punto que me encantaba, al poner un programa de televisión que luego ignorábamos porque no dejábamos de hablar y mientras veíamos juntos el atardecer y brindábamos porque, un día más, la vida nos quería juntos.
Miré el reloj, se nos estaba haciendo tarde. Como todos los miércoles, Matilda venía a vernos y deberíamos darnos prisa si queríamos llegar a tiempo. Despacio, me levanté del banco y me acerqué hacia los columpios. Cuando me vio, comenzó a detenerse y una vez el columpio se hubo parado por completo, la ayudé a bajarse de él. Ella me dio las gracias con un cálido beso y, de la mano, emprendimos el camino de vuelta a casa mientras hablábamos sobre temas triviales. Pero, de repente, me sorprendió con la pregunta que hizo.
—¿Crees que Matilda será feliz?
Me extrañó mucho que compartiera aquel pensamiento conmigo. Fruncí el ceño antes de contestarle, aunque le ofrecí mi mejor sonrisa al hacerlo.
—¿Qué te hace pensar que no? No te entiendo, cariño.
—¿Sabes qué? Hay veces en las que me da por pensar en nuestra historia, y resulta que lo único de lo que soy capaz es de darle gracias al destino por juntarnos en aquella playa y rezar para que Matilda haya podido vivir una tan bonita como la nuestra. ¿Y si realmente no ha encontrado el amor?
Empezaba a comprenderla, aunque ahora que lo hacía no era capaz de entender que no viese que hay más de una forma de amor. Matilda, nuestra hija ahora ya no tan pequeña, había crecido rodeada de amor sano, el que unos padres sienten por su hija, y de la admiración absoluta que sus hermanos le tenían y le siguen teniendo. Conoció los que serían los amores más importantes de su vida y aprendió que cuanto más das, más recibes y que el músculo que más hay que trabajar resulta que es el corazón. Matilda, al igual que sus dos hermanos, conoció otros tipos de amor, en esta ocasión en forma de mascotas. Cuando eran pequeños se enamoraron perdidamente de un cachorro y aprendieron a cuidarlo y a quererlo, y cuando lo cuidaron y quisieron, él mostró el mismo afecto de vuelta. También saben que hay personas que, sin serlo, se convierten en familia y te quieren como si fueras su familiar más cercano. Aprendieron mucho más que eso y ahora saben que las flores que no se riegan, acaban muriendo, y que las más bonitas son las que se tratan con mimo y paciencia, con amor incondicional. Y cuando aplicamos esto, obtenemos ramos preciosos y llenos de color. Aunque, por encima de todo esto, aprendieron a quererse. A disfrutar de su compañía y a abrazarse; a perdonarse los errores y a vaciar las mochilas de piedras que al final acaban pesando, a darse segundas oportunidades y a no dejar de confiar en cada uno de nosotros. Aprendieron que el amor empieza dentro, que no puedes dar lo que no tienes y que sólo sobre una tierra nutrida brotan las flores más fuertes y vivas.
—Pero, amor; ¿qué pregunta es esa? Claro que lo han encontrado; han crecido viéndolo y han aprendido de él y sobre él. Y te aseguro que han tenido el mejor ejemplo.
Estábamos saliendo del parque, cogidos de la mano como siempre, y me paré para verla de frente. Para que mentirnos; ya teníamos una edad. Aunque ella no lo supiese, me había dado cuenta de cómo se miraba al espejo cada vez que notaba que su cara estaba más arrugada que de costumbre, o que su cabello abandonaba el negro para acercarse poco a poco al gris. Aún así, lo único en lo que reparaba cuando la veía era en esos ojos verdes que me enamoraron desde un primer momento y que, constantemente, lo seguían haciendo. Veía a aquella joven que paseaba por la playa, a la mujer a la que esperé en el altar, a la madre de mis hijos y a la persona por la que daría mi vida si fuera necesario.
—Te adoro.
Ella, como de costumbre, se sonrojó y nos fundimos en un cálido beso que se vio interrumpido por unos gritos agudos y el sonido de unas pisadas acercándose.
—¡Puaj! Siempre estáis iguaaaal. ¡Mamá y papá también!
Ambos nos miramos y soltamos una carcajada cómplice. Después, cogimos en brazos a la personita que había hecho que conociésemos y experimentásemos un nuevo amor, el de abuelos. Hugo se pegó a nuestro cuerpo y le abrazamos con fuerza y cariño. Matilda, que como todos los miércoles venía a vernos con los dos amores de su vida, acababa de ver la estampa y se acercó para unirse a ella. Y todos juntos, llenitos de amor, emprendimos el camino a casa.