El abrazo del vacío

El vacío: la ausencia de todo, la resignación a la nada. Un hueco que no sabemos si en algún momento de nuestra existencia volverá a llenarse. 

Aunque, ¿qué es el vacío en realidad? Más que la falta de algo, diría que es un perfume sin olor, una naranja sin zumo, un libro sin páginas. Algo así como limitarse al exterior, obviando que hay un interior que se ha perdido y es lo que provoca que algo pueda vaciarse. Si lo pensamos bien, pensar en la nada es imposible. El propio concepto ya nos indica que hay algo, aunque no pueda expresarse con palabras. No somos capaces de imaginarnos nada, así, a secas, porque la palabra ya implica la existencia de algo que, aunque siga estando, ha dejado de estar. Se juntan esas dos partes y llega el vacío, la ausencia de todo. Puede ser que una cosa lleve a la otra, el vacío a la nada; la nada al vacío. Cuando perdemos el motor, la esencia, la razón de ser; ahí nos chocamos contra un vacío que nos inunda y nos atrapa. Y aunque sigamos siendo, dejamos de ser

Un día, de repente, notas que algo no va como corresponde. No te sientes en tu piel y no te sientes tú. Activas el piloto automático de forma inconsciente y empiezas a vivir la vida en tercera persona, pasando de ser el protagonista a ser un espectador más. No te entiendes, ni tus acciones ni tus pensamientos. Ni tu forma de ver la vida, la de encarar las cosas; ni la de sentir, soñar, apreciar, agradecer y amar. Nada. Cuando te das cuenta de la situación, el vacío ya te ha atrapado y despojado de tu identidad: ahora eres, pero a la vez no. Y llega la inercia y la necesidad, el instinto de supervivencia. Respiramos por necesidad, comemos por supervivencia, repetimos rutinas por inercia; aunque todo haya perdido el sentido, sobre todo cuando se ha perdido el sentido. 

Y llegan las preguntas más temidas: ¿llenaré algún día este vacío? ¿Aprenderé a vivir con él? ¿O me llevará consigo antes de que eso pase? 

Conseguimos que la inercia nos abandone durante unos instantes, esos que aprovechamos para ahondar y llegar a todas las respuestas. Buscamos el por qué de la situación, le ponemos palabras que se enredan entre ellas y que nos enredan a nosotros; buscamos el origen de sentirnos así, fantasmas de lo que un día éramos. Pero antes de poder desenredar el nudo, llega, de nuevo, el abrazo del vacío dispuesto a apartarnos de las respuestas, de la esperanza y de volver a ser lo que éramos. Y, una vez más, nos sometemos a ella. Nos seguimos chocando contra paredes invisibles aunque ya no lo sentimos; la supervivencia y la necesidad son más fuertes, amortiguan el golpe lo suficiente como para poder darnos una y otra vez y notar un ligero cosquilleo que no identificamos como dolor, y que también se irá a apagando progresivamente.

Al final, llegará un momento en que dejaremos de sentir. Las sonrisas no nos brillarán y las lágrimas serán simplemente agua. Y eso… eso sí que es preocupante. Nos pondremos una coraza invisible que hará que ninguna emoción se filtre cuando, en realidad, nos estaremos privando de lo mejor que tenemos: la capacidad de sentir. Independientemente de si es algo que nos alegra o que nos hunde, con sus partes buenas y malas. Cualquier rastro de emociones que pudiese quedar en nuestro cuerpo se habrá ido, y el vacío se agrandará todavía más. Es entonces cuando nos daremos cuenta de la dimensión de todo y del alcance del vacío, que somos cuerpos vagando sin alma, reflejos de lo que algún día fuimos. Esta ocasión, el impacto, que es contra nosotros mismos, sí que dolerá. Anhelaremos todo lo que fuimos, pero a la vez no veremos forma de recuperarlo y nos dolerá. 

Aunque puede que ese dolor que sintamos sea el motor del cambio, el impulsor del mismo. Se nos empezarán a abrir los ojos y veremos, entonces, la realidad de la situación, que la inercia está ganando la batalla. Y sabremos que hay algo que tiene que cambiar y entenderemos la realidad, que un vacío no se llena. Se aprende a vivir con él. Aprenderemos a encajarlos, a no dejarnos ni llevar por la inercia ni dominar por la nada, por mucho que quieran atraparnos. No renunciaremos a sentir y puede ser que en algún momento lleguemos a abrazarlo todo, tanto si es bueno como si no lo es. Nos abrazaremos a nosotros mismos, haciéndonos la promesa de no volver a soltarnos y no volver a desistir. 

El vacío, la ausencia de todo. Un pozo sin fondo en el que caemos y del que nos levantamos, recuperando nuestra esencia y el motor que hace que nuestros días no se tiñan de gris. El vacío, abstracto. Aquello que todos imaginamos y por lo que alguna vez nos hemos dejado llevar, aunque sea algo muy difícil de representar, de dibujar, de explicar. Porque, en muchas ocasiones, se vuelve imposible describirlo. No se encuentran palabras que definan la angustia y la incerteza de aquellas personas que caen en él. El vacío: supervivencia, inercia y necesidad. Una marca que llevaremos siempre, con la que aprenderemos a convivir eternamente. Un lugar, una situación, o un estado –como quiera considerarse– que, en cierto modo, nos ha hecho darnos cuenta de la necesidad de encontrar lo que nos mueve y de apreciar la cualidad de sentir, de abrazarlo todo y reconciliarnos con ello. Un vacío que, algún día, dejará de doler.

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