• El amor que nos teje

    Llegamos al parque que frecuentábamos casi todos los días y ella, como siempre, corrió despacio hacia los columpios. Yo me quedé sentado en un banco que había enfrente y, como siempre, me embobé mirándola. Era tan guapa… no había cambiado nada con los años y cada día que pasaba la quería más y más, si es que eso era posible. 

    Cogió carrerilla y dejó que el columpio comenzase a subir. Siempre me fijaba en la forma en la que movía los pies cuando estaban en el aire, en su cara de diversión cada vez que cogía más altura; como si se tratase de una niña a la que le han regalado caramelos. El Sol, que se asomaba tímido entre los árboles, iluminó su pelo y su rostro, las hojas de los árboles se movían por el aire y, gracias a ese balanceo, se desprendieron algunas que parecía la perseguían. Una risa tímida inundó el ambiente y, mientras ella seguía disfrutando de las pequeñas cosas, ajena a los pensamientos que me estaban rondando por la mente, yo sólo podía pensar en que desde que estaba ella todo tenía un poco más de sentido y no había día que no diera las gracias por ello. 

    Comencé a hacerle gestos con la mano. Y ella, confundida porque posiblemente no me entendía, simplemente me sonrió y me saludó con una mano efusivamente. Sí, seguía enamorado. En realidad, me enamoraba todos los días. Lo hacía con la primera conversación nada más levantarnos, cuando dejaba la tortilla hecha al punto que me encantaba, al poner un programa de televisión que luego ignorábamos porque no dejábamos de hablar y mientras veíamos juntos el atardecer y brindábamos porque, un día más, la vida nos quería juntos. 

    Miré el reloj, se nos estaba haciendo tarde. Como todos los miércoles, Matilda venía a vernos y deberíamos darnos prisa si queríamos llegar a tiempo. Despacio, me levanté del banco y me acerqué hacia los columpios. Cuando me vio, comenzó a detenerse y una vez el columpio se hubo parado por completo, la ayudé a bajarse de él. Ella me dio las gracias con un cálido beso y, de la mano, emprendimos el camino de vuelta a casa mientras hablábamos sobre temas triviales. Pero, de repente, me sorprendió con la pregunta que hizo. 

    —¿Crees que Matilda será feliz? 

    Me extrañó mucho que compartiera aquel pensamiento conmigo. Fruncí el ceño antes de contestarle, aunque le ofrecí mi mejor sonrisa al hacerlo. 

    —¿Qué te hace pensar que no? No te entiendo, cariño. 

    —¿Sabes qué? Hay veces en las que me da por pensar en nuestra historia, y resulta que lo único de lo que soy capaz es de darle gracias al destino por juntarnos en aquella playa y rezar para que Matilda haya podido vivir una tan bonita como la nuestra. ¿Y si realmente no ha encontrado el amor?

    Empezaba a comprenderla, aunque ahora que lo hacía no era capaz de entender que no viese que hay más de una forma de amor. Matilda, nuestra hija ahora ya no tan pequeña, había crecido rodeada de amor sano, el que unos padres sienten por su hija, y de la admiración absoluta que sus hermanos le tenían y le siguen teniendo. Conoció los que serían los amores más importantes de su vida y aprendió que cuanto más das, más recibes y que el músculo que más hay que trabajar resulta que es el corazón. Matilda, al igual que sus dos hermanos, conoció otros tipos de amor, en esta ocasión en forma de mascotas. Cuando eran pequeños se enamoraron perdidamente de un cachorro y aprendieron a cuidarlo y a quererlo, y cuando lo cuidaron y quisieron, él mostró el mismo afecto de vuelta. También saben que hay personas que, sin serlo, se convierten en familia y te quieren como si fueras su familiar más cercano. Aprendieron mucho más que eso y ahora saben que las flores que no se riegan, acaban muriendo, y que las más bonitas son las que se tratan con mimo y paciencia, con amor incondicional. Y cuando aplicamos esto, obtenemos ramos preciosos y llenos de color. Aunque, por encima de todo esto, aprendieron a quererse. A disfrutar de su compañía y a abrazarse; a perdonarse los errores y a vaciar las mochilas de piedras que al final acaban pesando, a darse segundas oportunidades y a no dejar de confiar en cada uno de nosotros. Aprendieron que el amor empieza dentro, que no puedes dar lo que no tienes y que sólo sobre una tierra nutrida brotan las flores más fuertes y vivas. 

    —Pero, amor; ¿qué pregunta es esa? Claro que lo han encontrado; han crecido viéndolo y han aprendido de él y sobre él. Y te aseguro que han tenido el mejor ejemplo. 

    Estábamos saliendo del parque, cogidos de la mano como siempre, y me paré para verla de frente. Para que mentirnos; ya teníamos una edad. Aunque ella no lo supiese, me había dado cuenta de cómo se miraba al espejo cada vez que notaba que su cara estaba más arrugada que de costumbre, o que su cabello abandonaba el negro para acercarse poco a poco al gris. Aún así, lo único en lo que reparaba cuando la veía era en esos ojos verdes que me enamoraron desde un primer momento y que, constantemente, lo seguían haciendo. Veía a aquella joven que paseaba por la playa, a la mujer a la que esperé en el altar, a la madre de mis hijos y a la persona por la que daría mi vida si fuera necesario. 

    —Te adoro.

    Ella, como de costumbre, se sonrojó y nos fundimos en un cálido beso que se vio interrumpido por unos gritos agudos y el sonido de unas pisadas acercándose. 

    —¡Puaj! Siempre estáis iguaaaal. ¡Mamá y papá también! 

    Ambos nos miramos y soltamos una carcajada cómplice. Después, cogimos en brazos a la personita que había hecho que conociésemos y experimentásemos un nuevo amor, el de abuelos. Hugo se pegó a nuestro cuerpo y le abrazamos con fuerza y cariño. Matilda, que como todos los miércoles venía a vernos con los dos amores de su vida,  acababa de ver la estampa y se acercó para unirse a ella. Y todos juntos, llenitos de amor, emprendimos el camino a casa.  

  • El carreró

    Sempre faig el mateix camí, tots els dimecres quan vaig a la psicòloga: en eixir de ma casa creue tota l’avinguda i, al final, abans de girar a la dreta, sempre em trobe amb el mateix carreró. Aquell maleït carreró on em va canviar la vida. El meu cor comença a accelerar-se i la ment em juga males passades. «Pensa en altres coses, pensa en altes coses, pensa en… De pressa, no et pares ara. Crida, crida, crida. Em costa respirar, però no puc aturar-me ara. AU! No, no… Continua. No puc, em fa molt de mal la cama. AJUDA!! Si fora tu deixaria de cridar. Em recordes, bonica?»

    —Estàs bé?

    No sé de qui és la veu, però soc incapaç de parlar ara mateix. No tinc poder sobre el meu cos, menys sobre la meua ment. He de parar aquest atac, no els suporte més. Tinc un nuc al pit que m’ofega cada volta que pense en aquella nit. «Respira, tranquil·la». M’estic marejant, ni tan sols sé on em trobe ara mateix. «Pensa en altres coses, pensa en altres…» Només em cal una altra ullada al carreró perquè els records m’exploten en la ment. 

    «Acabarà ràpid si col·labores; no et resistisques, serà millor per a tu. Giner, vine. Faran de mi una desgraciada, he de protegir-me. I si el mossegue? Seràs bèstia! Quin dolor! Una mà em colpeja la cara i per uns instants deixe de sentir el meu costat esquerre. No obstant això, sí que note unes mans baixant pel meu pit. La meua samarreta es troba a terra i el meu sostenidor està trencat per un costat. Agafa-li les mans, que no ens puga fer res. Pareu, pareu… Per favor, tingueu pietat. Em fan mal les monyiques, cada vegada estic més oprimida. Mare meua, quina delícia tenim a la nostra disposició. Has vist? Per on podem començar…? No, NO! Per favor… per favor, per… Les llàgrimes ja em banyen les galtes i cada vegada em costa més respirar. Tinc ganes de vomitar, em sent tan bruta. Note un altre colp, aquesta vegada en les costelles. El dolor fa que em faça una bola, encara que tan sols aconseguisc rebre més i més colps fins que m’incorpore de nou. Anem al que importa, xiqueta. Saps per què a tu, eh? Açò per provocar-nos, després dieu que vos passen coses. T’ha quedat clar? Com? No et sent… T’HA QUEDAT CLAR? Un fil de veu li afirma la resposta mentre que ell trenca la meua roba interior, deixant-me més vulnerable del que ja sóc. Sent el soroll d’una cremallera baixant-se i el pànic s’apodera de mi. Com ho disfrutaré. Mare meua… El dolor no em deixa pensar, ni plorar, ni intentar parlar o cridar. Em paralitza de peus a cap i l’únic que m’agradaria ara seria morir-me. Note com si em clavaren un cristall i el trencaren en xicotets trossos dins del meu cos. Giner, et toca. De pressa, abans que vinga algú. Corre, afanya’t! Sent el soroll d’altra cremallera baixar-se i tot começa de nou. Em retorç del dolor, però ells em tornen a col·locar a la posició inicial. Mentre que un dels dos em penetra sense el meu consentiment, l’altre es dedica a investigar els meus pits com si foren experiments de laboratori. Uns llavis impacten sobre els meus i una llengua s´hi intenta colar. Únicament puc pensar, per què resistir-me més? Vas a obrir la boca o no, idiota? Una dona com tu no hauria de caminar sola de nit, ara estàs comprovant el que passa si ho fa. Ja no tinc forces per continuar suportant això. El temps ha deixat de transcórrer i l’únic que note és un dolor tan insuportable que em mareja. Antoni, Antoni, has sentit les veus? De pressa, anem-nos-en. VA, CORRE. Sobtadament, note una sensació de llibertat al meu interior, que de seguida es veu nuvolada per la realitat física i emocional que suposa el que acaba de passar. Amb molta por, baixe la mirada al meu cos i descobrisc les marques que m’han deixat. Blaüres, xuplades… La marca emocional serà permanent i el record d’aquesta nit sempre viurà en mi, d’una manera o d’una altra. Les llàgrimes em cremen els ulls però, quan comence a pensar que tot ha finalitzat, torne a sentir veus. De nou no, per favor. Per favor. Àngela, telefona una ambulància i la policia, ràpid! Shh, tranquil·la. No et faré res, volem ajudar-te. L’ambulància arribarà de seguida. Tot anirà bé…» 

    Una inspiració llarga em torna a la realitat. Em note la cara mullada i quan la toque amb la mà soc conscient de les llàgrimes que estic vessant. Alce la mirada i m’adone que hi ha una parella mirant-me.

    —Estàs bé? Vols seure, telefonar algú…?

    —Grà… gràcies, però no cal. Ha sigut un, un episodi d’ansietat, però ja em trobe bé… bé. Gràcies per l’ajuda i bon dia. 

    M’hi allunye tan ràpid com les meues cames m’ho permeten. Encara sent el nuc al pit, el meu cor bategant amb més freqüència del que deuria i les meues mans tremolant. Dos anys després, continue recordant aquella nit com si es tractara d’ahir i el pànic perquè torne a ocórrer es manifesta. 

    Continue amb el meu camí cap a la psicòlga i, quan hi arribe, em note un poc més relaxada. Toque al timbre i entre disposada a intentar lluitar contra els dimonis que em persegueixen des de la nit que em van violar. 

  • Cuando la vida nos elige

    Nota de la autora: acompañar la lectura con la canción I’ve been waiting for you.

    3 de abril

    El sonido del plástico rasgándose les sacó de sus pensamientos. Podía notar como un nudo se les asentaba en el estómago. A ella le temblaban las manos, y el semblante de él estaba más serio que de costumbre. Ambos levantaron la vista de lo que estaban haciendo y sus miradas chocaron en el espejo. ¿Les iría todo bien esta vez? Ojalá fuera así, pero ni yo misma les podía garantizar que el resultado fuese a ser positivo. Notaba como poco a poco las dudas comenzaban a invadirles y sus miradas reflejaban el miedo que estaban sintiendo en ese momento. Me tenían miedo, pero no podía hacer nada para evitarlo. Seguro que se estaban preguntado qué sería de ellos si este intento acababa de la peor forma posible. Estaban al límite de sus fuerzas y no sabía cómo se tomarían otro intento fallido. A ella le rodó una lágrima por la mejilla y se giró hacia él, que la atrapó con sus dedos y le acarició la cara de esa forma tan cariñosa. 

    —No te lo guardes todo para ti misma. Estoy aquí. Somos un equipo, para lo bueno y para lo malo. 

    No soportaba verla así, vernos así. La situación era muy difícil y, con cada intento fallido, notaba como la esperanza y las ganas nos iban abandonando. Estaba intentando disimular su temblor de manos y haciendo esfuerzos para no llorar, y a pesar de que me dolía ser consciente del motivo por el que lo hacía, no podía culparla; yo estaba en la misma situación. Ambos estábamos siendo fuertes para el otro, pero la realidad es que necesitábamos dejar que las lágrimas cayesen y llorarlo todo. Necesitábamos exteriorizar nuestros sentimientos, las dudas que nos surcaban y el miedo que ambos teníamos. La tristeza por la pérdida de nuestro bebé, la desolación de aquella noche en el hospital y las fuerzas que habíamos sacado para seguir adelante en esta lucha. Noté su mano secándome una lárgima, que ni siquiera sabía cuando había caído, y su abrazo reconfortarme como siempre lo hacía. 

    —¿Y si no sale bien? ¿Y si no sirve de nada todo por lo que hemos tenido que pasar? —La voz comenzó a rompérsele—. No aguanto otro intento, cariño. No podemos más. Y si sale bien, como la otra vez, pero después la situación se complica y… ¿y si volvemos a perder al bebé? 

    Los sollozos se hicieron más fuertes y comenzaron a temblar. La desesperación y la desolación se sentían en el ambiente. Estos quince minutos se les estaban haciendo eternos, pero yo no era la que controlaba el tiempo y no podía conseguir que transcurriese más rápido. Ambos se envolvieron en un abrazo y se dejaron consolar por el otro. Se deshicieron de todo aquello que les pesaba y una sola mirada les bastó para confirmar que el amor que se tenían podría con todo, que eran ellos dos contra mí y que, al final, conseguirían vencerme. Deseé que de verdad lo hicieran, que me echaran de su vida, que su mayor deseo se viese hecho realidad. Ojalá, ojalá, ojalá lo consiguiesen. Llevaban mucho tiempo persiguiendo su sueño, pero una y otra vez se lo había tenido que negar. Aunque hace tres meses les di un respiro y, finalmente, pudieron ver un positivo en el test, les llené de falsas ilusiones para arrebatárselas unas semanas más tarde. Aún no encuentro palabras para describir las miradas de desolación cuando el doctor les confirmó que habían sufrido un aborto natural. Vi como la esperanza se les esfumó por completo, como el vacío volvía a sus vidas. Y en ese momento me odié por ser el causante de tanto dolor, aunque no pudiese alejarme de ellos… 

    —Celia, mírame. ¿Y si esta vez sale bien, amor? ¿Y si todos los supuestos se hacen realidad? No te rindas todavía. No te puedo garantizar que esta vez vayamos a ver un positivo en el test, pero si puedo prometerte que estaremos juntos en todo momento y pasaremos por todo el proceso de la mano. Para lo bueno y para lo malo, ¿recuerdas? 

    La cabeza me iba a mil y no dejaba de mirar el reloj. Aún quedaban cinco minutos para poder ver el resultado… cinco infernales minutos. Su voz me sacó de mis pensamientos y nos miramos a los ojos. Seguíamos abrazados y cogidos de la mano, tranquilizándonos el uno al otro. Notaba su corazón latir en su pecho y, sorprendentemente, me tranquilizó. Desde que nos conocimos tuve claro que Hugo había sido mi suerte y cada día que pasaba lo confirmaba constantemente. Estaban siendo momentos duros para ambos, pero saber que nos teníamos… no tenía precio. Nos queríamos de la forma más bonita posible y desde el primer momento, desde el primer intento, tuvimos claro que éramos nosotros dos contra el problema. Desde el primer momento supimos que lo conseguiríamos, que venceríamos la infertilidad. Y lo haríamos. 

    —Cariño, último minuto. —Respiraron profundo y se prepararon para afrontar el resultado de esta ocasión. A ambos les temblaban las manos y no estaban preparados para lo que pudiese suceder, pero lo afrontarían unidos y de la mejor manera posible—. No me sueltes la mano. 

    Nos miramos y nos sentimos los seres humanos más afortunados del mundo. Nosotros contra esto, nosotros contra esto. Esta vez iría todo bien, lo íbamos a conseguir. 

    Lo miré y le di la mano: haríamos esto juntos. Esta vez nuestro sueño se haría realidad. 

    —A la cuenta de tres: uno, dos… —ambos exclamaron a la vez, el ansia tiñendo su voz, los nervios concentrados en sus manos—. Tres. 

    Se me paró el corazón, me pitaron los oídos. Él soltó un grito, me abrazó. Me levantó y me dio una vuelta, se le mezcló la lágrima con la risa. Rompió en llanto, me besó y volvió a llorar. Me seguían pitando los oídos. Volví a mirar el test, había un más. ¿Acaso significaba eso un… positivo? Y entonces procesé la situación y reaccioné. Un grito escapó de mis labios: un grito de esperanza, de victoria, de felicidad. Y las lágrimas lo siguieron. Caímos juntos al suelo, nos derrumbamos en un abrazo que significaba más de lo que nadie pudiese llegar a entender nunca y nos miramos, esta vez sabiendo que el sueño volvía a empezar. 

    —Mi amor… ahora sí, cariño. Ahora sí… —volvió a romperse en llanto y le acarició la barriga, esta vez sabiendo que una vida estaba creciendo dentro. Ella se emocionó ante ese gesto que significaba tanto y él volvió a besarla—. Todo irá bien, cielo. Todo irá bien…

    —Hugo… lo conseguimos. —La risa se le entremezcló con las lágrimas, sus ojos destilaban alegría y esperanza, ilusión y ganas por lo que estaba por venir. Esta vez todo les iría bien. 

    7 de diciembre

    Una habitación de hospital volvía a verlos, aunque esta vez era para un motivo muy diferente al de hace un año. Hoy celebrarían la vida, los sueños hechos realidad. Un nuevo comienzo, esta vez siendo cuatro. 

    El dolor era insoportable y cada vez estaba más cansada, pero ya no podía esperar más a conocer a nuestra hija. Sonaba tan bien decirlo… Los primeros meses de embarazo habían sido una alerta continua. Vivíamos con miedo a que se repitiese lo que pasó en el anterior, con miedo a la pérdida. Un hematoma complicó un poco las cosas, pero todo había ido evolucionando bien y desapareció por completo. Aunque la intranquilidad siempre nos acompañó, la esperanza y la ilusión fueron más fuertes y ahora estábamos a punto de conocer a Alma, a nuestra pequeña… aunque no era la única. Siempre nos acordaríamos de nuestro otro bebé y siempre lo llevaríamos en el corazón. Fue, es y será nuestro, un miembro más de la familia; lo quisimos, lo sentimos y lo lloramos, y no lo olvidaremos nunca. Hoy, nuestra familia seguía creciendo. 

    Él la acompañó en todo el proceso y ambos demostraron el amor incondicional que se tenían. Se le escaparon unas lágrimas al pensar en el camino recorrido hasta llegar a este momento, aunque todo cobró sentido para ambos cuando escucharon los llantos de Alma, de su hija. Se miraron como dos personas que han encontrado su vida en el otro, como unos padres que lo darán todo por ella, como dos personas que han conseguido vencer a la tormenta. No les hicieron falta palabras porque, desde el momento en el que abrazaron a Alma por primera vez, todo tuvo sentido de nuevo. Tres corazones latiendo a la vez y un cuarto acompañándolos y protegiéndolos. Observé la estampa familiar: ella derrochaba cansancio, pero este se veía completamente eclipsado por la felicidad que transmitían sus ojos al mirar a sus dos amores. Y él… él también se había quedado embelesado frente a su vida entera. No hicieron falta palabras para saber lo que estaban pensando el uno del otro, de los tres, de los cuatro.  Ya era el momento de dejarlos tranquilos, de dejarles disfrutar del mayor regalo; la vida. 

    Joder. Era preciosa, eran preciosas. Mi vida entera… Lo habíamos conseguido.

  • La dama de rojo

    Había llegado el día. Me desperté con la tranquilidad de saber que todo estaba yendo según lo planeado. Al salir de la cama el frío gélido propio del invierno me dio los buenos días, y cuando me acerqué a la ventana, no me sorprendió el un manto blanco que anunciaba las fechas que se acercaban. 

    La primera vez que lo vi vestía una camiseta blanca. No recuerdo nada más que los pensamientos rondando por mi mente, un ruido que no cesaba y que me decía que pronto llegaría el momento, que me preparase. Me fui acercando a él poco a poco, me gané su confianza. Nos volvimos íntimos hasta que todo se rompió.

    Bajé a desayunar. Seguí la misma rutina de siempre, como si mi vida no hubiese cambiado y los acontecimientos que estaban a punto de suceder no fuesen a marcar un antes y un después tanto en mi como en las personas que lo rodeaban. El molesto pitido del microondas me sacó de mis pensamientos. Le puse dos cucharadas de café a la leche y me hice, al igual que todas las mañanas, dos tostadas de pan con aceite. 

    Llevábamos meses sin hablar, sin vernos. Sabía que estaría solo y que no se esperaría encontrarme al abrir la puerta “¿Tú?, ¿qué haces aquí?”; al igual que tampoco se esperaría el golpe que vendría después. Nunca me había asustado un poco de sangre. 

    El reloj marcaba las diez y media de la mañana cuando empecé a arreglarme. Observé mi imagen en el espejo y pude ver como un rostro que no era el mío me miraba desde un ángulo que desconocía. Sabía que me estaba juzgando con dureza, aunque tampoco hice nada por evitarlo. No podía. Me maquillé como siempre: la base tapaba todas las imperfecciones de mi cara, al igual que el corrector ocultaba el estrés de estos días y la falta de sueño que me había comportado. Mi semblante era serio y mi cara pálida, pero el colorete lo arregló pronto. La luz había vuelto a mis facciones, al igual que la grandeza a mis ojos. Acabé delineándome los labios. Esta vez elegí el color rojo, rojo sangre. 

    Se despertó unas horas después, desconcertado. No sabía dónde estaba. Se atragantó con tantas preguntas que tenía, aunque ninguna obtuvo respuesta. Estaba furiosa, rabiosa. No olvidaba el final de nuestra relación y nuestra historia, la que estaba destinada a un final precioso pero que acabo truncándose. Me miró suplicante mientras una lágrima se deslizaba por mi mejilla. El daño ya estaba hecho. 

    Abrí el armario y saqué un vestido negro largo hasta los tobillos. Observé mi figura antes de ponérmelo. ¿En qué momento había dejado que la situación me perjudicase tanto? La gente se daría cuenta de mi repentina palidez y delgadez. Verían las marcas en el cuello, los moratones en uno de mis brazos. Empezarían a atar cabos, a hacerse preguntas; llegarían a la verdad. Para, no. Nunca lo conseguirían y nunca me descubrirían. Sin pensármelo dos veces me enfundé en el vestido y me puse unos tacones altos que estilizaban mi figura. Añadí al conjunto un gran abrigo que me evitaría pasar frío, y una bufanda de tonos oscuros que usaría para ocultar las marcas. 

    No se me olvidan los momentos finales. Oigo todos los días su voz. “Por favor, por favor. Sabes que nada de lo que ocurrió fue intencionadamente. Tú siempre has sido la única, y lo ibas a ser antes de que te marchases. No me he olvidado de ti y me arrepiento desde aquella noche de todo lo que ocurrió. Podemos volver a empezar. Suéltame de aquí, te lo perdono todo. No diré nada a nadie.” Flojeé por unos momentos, pero ahora nada ni nadie me iba a echar atrás. La decisión estaba tomada. 

    Me acerqué al tocador y cogí los pendientes más discretos que tenía. Añadí dos anillos al conjunto y, cuando me los puse, me quedé observando mis manos. Tan delgadas, delicadas, inocentes. Tan culpables. Saqué los guantes del cajón; me los pondría para evitar que se me congelasen. Alcancé mi bolso del perchero y me aseguré de guardar en él un paquete de pañuelos. Hoy no podían faltar las lágrimas. Si iba a seguir con el teatro lo iba a hacer bien. Me aseguraría de que nadie descubriese nunca nada. 

    He olvidado el momento exacto, pero las marcas que aún tengo en el cuerpo me lo recuerdan. El forcejeo previo, sus intentos por resistirse. El final casi cambia de bando pero no fue capaz. El color rojo sería el recordatorio constante de dos sucesos horribles, el suyo con respecto a mi y el mío con respecto a él. Jamás le hubiera perdonado su engaño. 

    Salí de casa y puse rumbo a mi destino final. Caminaba decidida y segura, peligrosa. Comencé a ver la aglomeración de gente y las caras de desolación y de desesperación. Vi a sus familiares rotos de dolor, aunque ahora sólo era capaz de pensar en el mío. No me sería difícil fingir. Llegué a la puerta de la iglesia unos minutos antes de que la ceremonia comenzase y su madre vino a abrazarme, a buscar consuelo en los brazos de la pareja de su hijo. Nunca sabría la realidad. Él se lo había ocultado todo: su desliz, nuestra relación que se había roto. Decidí seguir aquel juego. Entramos en la iglesia de la mano, ella sufriendo por la pérdida de un hijo; yo, teniendo la certeza de que nunca nadie sabría que yo fui quién lo asesinó. 

  • Recuérdame

    “A veces recuerdo la primera vez que te vi. Tú no lo sabías, pero me bastó con verte la cara para saber que, desde ese mismo instante, te ibas a convertir en una de la personas más importantes de mi vida, aquella que tendría siempre un lugar especial en mi corazón. Echo la vista atrás siempre que puedo, y hay veces que recuerdo todo por lo que hemos pasado juntos. Aunque los borrones me desconciertan, aún soy capaz de ver lo afortunado que he sido por todo lo que siempre has hecho por mí. No hay palabras suficientes de gratitud que puedan describir la historia de nuestra vida. Espero que lo hayas visto recompensado de la misma forma y que nunca hayas sentido que te ha faltado algo, aunque sea la cosa más mínima. 

    Aún soy consciente de las numerosas visitas al médico y de las miradas de frustración cuando llegamos a caminos sin ninguna salida. Sé que todo va a cambiar a partir de ahora, y la tristeza que me invade al pensarlo hace que quiera congelar el momento y quedarme a vivir en los instantes en los que todavía soy yo. Desearía poder evitar lo inevitable, pero no puedo. Nadie puede. La vela se está consumiendo y llegará un momento en el que se apagará.

    Estoy seguro de que me vas llevar siempre en tu corazón, al igual que yo siempre te llevaré en el mío, sea de la forma que sea. Habrá días en los que no pienses lo mismo, pero nunca lo olvides. Siempre te he amado y siempre te amaré. Y sé que, al ser esto una carrera que el olvido está destinado a ganar, llegará un momento en el que no seré capaz de poner tu nombre en mis labios. Veré en tu cara unas facciones que no lograré recordar, y el ganador habrá cruzado la meta. Dolerá, pero estoy seguro de que caminarás de mi mano a pesar de todas las dificultades que puedan surgir. Sé que no me abandonarás.

    Recuérdame y no llores más, mi amor.

    Acabé de leer la carta que mi abuelo me tenía guardada. Los ojos me ardían y, al final, me dejé vencer por las lágrimas y por el miedo. Desde que mi abuelo recibió el diagnóstico de su enfermedad la situación había empeorado. En más de una ocasión había visto como ojeaba los álbumes de fotos con la mirada llena de recuerdos y empañada de tristeza. El camino sería duro, pero no se equivocaba al afirmar que caminaríamos siempre de su mano. Estaríamos ahí para él hasta el final.

    Relato con motivo de la conmemoración del Día Mundial contra el Alzheimer.