• El arte de sentir

    Nos hacían verla como una debilidad, algo de lo que nos tuviéramos que avergonzar, que no pudiéramos mostrar al mundo. Porque ver la lágrima siempre ha extrañado, y mostrarse débil cada vez es menos frecuente, más de cobardes. Como si una sonrisa no pudiera ocultar sufrimiento. El problema es que no somos máquinas impasibles y que la sonrisa no simboliza alegría, al igual que la lágrima no siempre va ligada a la tristeza. Vemos el mundo con otros ojos y lo sentimos con otro corazón; y ahí está la clave, en que lo sentimos todo. Tenemos una cabeza que piensa mucho y un corazón que siente mucho. 

    La sensibilidad. 

    Vivir en cámara lenta, o en rápida. Ser conscientes de nosotros, de nuestro entorno, de las cosas que más importan y de las que menos. Sentirlas todas y hacerlas nuestras, aunque no lo sean. Y sufrir por desconocidos y alegrarse por amigos, y alegrarse por desconocidos y sufrir por amigos. Enredarse en las mismas encrucijadas de siempre para acabar llegando a las mismas soluciones de siempre. No negar la lágrima e intentar comprenderla, al igual que agradecer y mostrar la sonrisa. Balancearnos en el equilibrio, tentándolo a decantarse por un lado u otro. 

    La sensibilidad. 

    Encontrarla, aceptarla; un viaje difícil y precioso que no tiene fin. Un viaje a nuestras raíces. 

    Y cuando la encontramos, la miramos a los ojos. Y la entendemos y nos entendemos. La abrazamos, porque nos recuerda que seguimos aquí, que somos seres que sienten y se alegran, lloran y desesperan. Agradecen la carcajada y sufren la lágrima, aprenden de ellas. Se ilusionan y se decepcionan, pero vuelven a ilusionarse porque saben que no hay nada más bonito que las ganas de vivir por algo. Seres que empatizan y se enfadan, pero reconocen el error y piden perdón. Y perdonan y se sienten en paz. Y vuelta a empezar, a ver la vida teñida con el manto de la sensibilidad. La palabra diferente nunca había tenido un significado tan bonito.  

    Volvemos a encontrar el equilibro, pero seguimos balanceándonos sobre él y tentándolo a vencerse hacia uno de sus lados. Aunque sigue firme, nosotros nos fundimos con el movimiento y aceptamos la intensidad, las sensaciones. Aceptamos nuestros sentimientos. El movimiento nos ha enseñado a no ocultar nada, a abrazarnos tal y como somos. A deshacernos en carcajadas y a hacer que las lágrimas nos recompongan. A sentir el vértigo y encontrar su lado más especial, a hacerlo nuestro. 

    Sentimos mucho, sí. Lo sentimos todo. Pero demasiado nunca es suficiente cuando se trata de sentir, de apreciar, de vivir. Abrazamos nuestra sensibilidad y la mostramos. Que la vean, que nos vean. Somos como somos gracias a ella. 

  • El abrazo del vacío

    El vacío: la ausencia de todo, la resignación a la nada. Un hueco que no sabemos si en algún momento de nuestra existencia volverá a llenarse. 

    Aunque, ¿qué es el vacío en realidad? Más que la falta de algo, diría que es un perfume sin olor, una naranja sin zumo, un libro sin páginas. Algo así como limitarse al exterior, obviando que hay un interior que se ha perdido y es lo que provoca que algo pueda vaciarse. Si lo pensamos bien, pensar en la nada es imposible. El propio concepto ya nos indica que hay algo, aunque no pueda expresarse con palabras. No somos capaces de imaginarnos nada, así, a secas, porque la palabra ya implica la existencia de algo que, aunque siga estando, ha dejado de estar. Se juntan esas dos partes y llega el vacío, la ausencia de todo. Puede ser que una cosa lleve a la otra, el vacío a la nada; la nada al vacío. Cuando perdemos el motor, la esencia, la razón de ser; ahí nos chocamos contra un vacío que nos inunda y nos atrapa. Y aunque sigamos siendo, dejamos de ser

    Un día, de repente, notas que algo no va como corresponde. No te sientes en tu piel y no te sientes tú. Activas el piloto automático de forma inconsciente y empiezas a vivir la vida en tercera persona, pasando de ser el protagonista a ser un espectador más. No te entiendes, ni tus acciones ni tus pensamientos. Ni tu forma de ver la vida, la de encarar las cosas; ni la de sentir, soñar, apreciar, agradecer y amar. Nada. Cuando te das cuenta de la situación, el vacío ya te ha atrapado y despojado de tu identidad: ahora eres, pero a la vez no. Y llega la inercia y la necesidad, el instinto de supervivencia. Respiramos por necesidad, comemos por supervivencia, repetimos rutinas por inercia; aunque todo haya perdido el sentido, sobre todo cuando se ha perdido el sentido. 

    Y llegan las preguntas más temidas: ¿llenaré algún día este vacío? ¿Aprenderé a vivir con él? ¿O me llevará consigo antes de que eso pase? 

    Conseguimos que la inercia nos abandone durante unos instantes, esos que aprovechamos para ahondar y llegar a todas las respuestas. Buscamos el por qué de la situación, le ponemos palabras que se enredan entre ellas y que nos enredan a nosotros; buscamos el origen de sentirnos así, fantasmas de lo que un día éramos. Pero antes de poder desenredar el nudo, llega, de nuevo, el abrazo del vacío dispuesto a apartarnos de las respuestas, de la esperanza y de volver a ser lo que éramos. Y, una vez más, nos sometemos a ella. Nos seguimos chocando contra paredes invisibles aunque ya no lo sentimos; la supervivencia y la necesidad son más fuertes, amortiguan el golpe lo suficiente como para poder darnos una y otra vez y notar un ligero cosquilleo que no identificamos como dolor, y que también se irá a apagando progresivamente.

    Al final, llegará un momento en que dejaremos de sentir. Las sonrisas no nos brillarán y las lágrimas serán simplemente agua. Y eso… eso sí que es preocupante. Nos pondremos una coraza invisible que hará que ninguna emoción se filtre cuando, en realidad, nos estaremos privando de lo mejor que tenemos: la capacidad de sentir. Independientemente de si es algo que nos alegra o que nos hunde, con sus partes buenas y malas. Cualquier rastro de emociones que pudiese quedar en nuestro cuerpo se habrá ido, y el vacío se agrandará todavía más. Es entonces cuando nos daremos cuenta de la dimensión de todo y del alcance del vacío, que somos cuerpos vagando sin alma, reflejos de lo que algún día fuimos. Esta ocasión, el impacto, que es contra nosotros mismos, sí que dolerá. Anhelaremos todo lo que fuimos, pero a la vez no veremos forma de recuperarlo y nos dolerá. 

    Aunque puede que ese dolor que sintamos sea el motor del cambio, el impulsor del mismo. Se nos empezarán a abrir los ojos y veremos, entonces, la realidad de la situación, que la inercia está ganando la batalla. Y sabremos que hay algo que tiene que cambiar y entenderemos la realidad, que un vacío no se llena. Se aprende a vivir con él. Aprenderemos a encajarlos, a no dejarnos ni llevar por la inercia ni dominar por la nada, por mucho que quieran atraparnos. No renunciaremos a sentir y puede ser que en algún momento lleguemos a abrazarlo todo, tanto si es bueno como si no lo es. Nos abrazaremos a nosotros mismos, haciéndonos la promesa de no volver a soltarnos y no volver a desistir. 

    El vacío, la ausencia de todo. Un pozo sin fondo en el que caemos y del que nos levantamos, recuperando nuestra esencia y el motor que hace que nuestros días no se tiñan de gris. El vacío, abstracto. Aquello que todos imaginamos y por lo que alguna vez nos hemos dejado llevar, aunque sea algo muy difícil de representar, de dibujar, de explicar. Porque, en muchas ocasiones, se vuelve imposible describirlo. No se encuentran palabras que definan la angustia y la incerteza de aquellas personas que caen en él. El vacío: supervivencia, inercia y necesidad. Una marca que llevaremos siempre, con la que aprenderemos a convivir eternamente. Un lugar, una situación, o un estado –como quiera considerarse– que, en cierto modo, nos ha hecho darnos cuenta de la necesidad de encontrar lo que nos mueve y de apreciar la cualidad de sentir, de abrazarlo todo y reconciliarnos con ello. Un vacío que, algún día, dejará de doler.

  • La pieza que no encaja

    Hacer un puzle es mucho más complejo de lo que puede parecer en un principio. Empezamos abriendo la caja y volcando todas las piezas que lo conforman. El caos inicial va ordenándose a medida que construimos el puzle y hacemos encajar unas piezas con otras, pero los problemas no tardan en aparecer. Aquella pieza que pensábamos que tendríamos que colocar en un hueco no encaja. Nos obcecamos en ponerla en el sitio que nosotros le acabamos de asignar; le damos la vuelta e intentamos cambiarla de orientación, incluso la moldeamos para que encaje. Pero no lo conseguimos. Por mucho que queramos que se adapte no lo hará nunca por la sencilla razón de que no se encuentra en su sitio. Nos daremos cuenta del error cuando el daño sea irreparable y lo único que nos quede sea la resignación.  

    En nuestro intento por hacer el puzle nos hemos dado cuenta de que en algún momento hemos sido esa misma pieza. La ficción, una vez más, se vuelve realidad. Nos hemos sentido forzados a ocultarnos e incluso a cambiar con tal de encajar en unos cánones con los que no nos identificábamos. La buena noticia es que no todo es oscuro: tenemos la posibilidad de alejarnos de donde no nos quieren y encontrar un lugar en el que nos dejen ser. 

    Seguro que, en más de una ocasión, nos hemos visto en situaciones en las que pensábamos que no encajábamos. El sentimiento de pertenecer a algún lugar se vuelve más fuerte que nunca y consigue adentrarse en nuestras mentes. La palabra lugar adquiere un nuevo significado para nosotros, volviéndose más esencial y haciendo que nos sintamos más perdidos al ser conscientes de la realidad. De las dudas surgen los problemas: ¿qué pasa cuándo no sabemos dónde encajamos? ¿Qué ocurre cuando nos replanteamos si realmente pertenecemos a algún sitio? ¿Estamos dispuestos a hacer frente a todas esas respuestas? Todo tiembla. Un sentimiento extraño comienza a aflorar y pasamos a analizar cualquier situación en busca de un motivo que explique lo que ya sabemos, a pesar de que nos cueste asumirlo: es hora de encontrar nuestro lugar. 

    Cerramos etapas y, al mismo tiempo, dejamos la puerta abierta a los cambios y a la evolución. Nos separamos del puzle del que siempre hemos formado parte y, cuando vemos la situación con la perspectiva que sólo el tiempo otorga, somos realmente conscientes de que nos estábamos dañando y nuestra luz se estaba apagando poco a poco. No nos identificábamos con nosotros mismos, pero aceptábamos la situación por el miedo a la soledad y a no encontrar un sitio en el que nos dejasen ser. La realidad difiere: es inútil intentar amoldarnos a un puzle para poder permanecer en él cuando, en el fondo, sabemos que no nos corresponde. Al final ocurre que la pieza se ha ido estropeando y ha perdido su forma, al igual que nosotros vamos perdiendo nuestra razón de ser. Nuestra suerte es que podemos recuperarla rodeándonos de las personas indicadas. 

    Abandonamos el que hasta ahora había sido nuestro sitio para poder comenzar la búsqueda de lo(s) nuestro(s), no sin antes hacer un trabajo previo: encontrarnos. Entre tanto adapte y tanto cambio nos hemos perdido y es necesario —además de fundamental— saber quiénes somos y qué es lo que queremos. Pero, de nuevo, no se trata de preguntas sencillas de responder. No somos nuestra edad, ni dónde vivimos ni nuestro color favorito. Hay que ahondar e ir más allá de la superficie para poder encontrar nuestras raíces. Se dice que somos lo que hacemos cuando nadie nos mira; lo que sentimos y dejamos de sentir. Lo que vivimos. Somos aquello que hacemos, aunque también las cosas que no hacemos pero pensamos en hacer. Somos aciertos y errores, la suma de los éxitos y de los fracasos que llevamos con nosotros. Los sueños que estamos deseando que se cumplan, las promesas que hacemos y los deseos que esperamos se hagan realidad. Somos todo y a la vez somos nada. Eternos pero efímeros. Imposibles de definir de tanto que somos. 

    Dejamos atrás una parte nuestra con las lágrimas como acompañantes, pero ya no sabemos distinguir si son por ellos y por lo que se queda en ese puzle, o por nosotros. Puede que por ambos. No podemos evitar llorar por esa etapa que ha supuesto un constante cambio y aprendizaje, además de por los buenos momentos (aunque hayan sido escasos) que nos ha regalado, y por los otros en que hemos sufrido en silencio. Se nos humedecen los ojos al recordar la necesidad que tuvimos de cambiar y lo inservible que ha resultado ser, aunque también lloramos de liberación porque, después de tanto tiempo, volvemos a ser nosotros mismos. La tristeza, la amargura, la liberación y el orgullo se entremezclan para ayudarnos a dar el primer paso hacia el verdadero autodescubrimiento.  

    Se dice que lo que es nuestro nos encuentra, pero tal vez sería mejor decir que lo que es nuestro nunca nos abandona, aunque pensemos lo contrario. Puede cambiar de forma o de color, alejarse para que seamos conscientes de su importancia e intentarse volver invisible para que aprendamos a valorarlo más, pero nunca nos abandonará. Acabaremos (re)encontrándolo porque lo está esperando. Y cuando lo hagamos, cuando veamos el lugar que siempre ha estado vivo en nosotros, sabremos que siempre habíamos pertenecido a él. No nos sorprenderá que nos hayan recibido con los brazos abiertos y sin ningún prejuicio, felices por la aportación que cada uno hace de forma individual, y que provoca que el rompecabezas sea especial y único. 

    Ahora todas las piezas del puzle encajan a la perfección. Todo el mundo se siente cómodo y, lo más importante, libre. Libre de vivir, de sentir, de hablar, de pensar, de amar, de ser. Libre de todo. Echaremos la vista atrás para darnos cuenta de que tantos años de contención no nos han servido de nada, y es que nadie ni nada será nunca capaz de apagar lo que hace que seamos de la forma que somos.

  • La voz de la exigencia

    Tenemos un objetivo y hacemos todo lo que está en nuestra mano para alcanzarlo. Estamos a punto de conseguirlo, pero todo se queda en un mero intento. Lo vemos escaparse de nuestras manos. La impotencia nos invade y nos cuestionamos las cosas, nos culpabilizamos. ¿Hasta qué punto he dado lo mejor de mí? ¿Podría haber hecho algo más para conseguirlo? Podría. No. La voz de la exigencia nos persigue, pero hay veces que simplemente no se puede y también es importante ser conscientes de que eso es una posibilidad que muchas veces sucede.

    Una de las múltiples frases que nos regala El Principito (un libro que no deja indiferente a nadie) dice que sólo hay que pedir a cada uno lo que cada uno puede dar. El problema viene cuando nosotros nos volvemos los protagonistas y llega el impacto de realidad. ¿Qué es lo que nos estamos pidiendo? ¿Estamos cruzando una línea que no vemos? ¿O es que la vemos y la ignoramos? ¿Hasta qué punto merece la pena cruzarla?

    Posiblemente, por no afirmar rotundamente de primeras, nos estamos pidiendo mucho más de lo que podemos dar. Un fantasma llamado autoexigencia nos persigue de forma inevitable. Empieza siendo prácticamente invisible, inocente, pero poco a poco se hace más notable y comenzamos a analizarlo todo de forma mecanizada. Sabemos las cosas que no hemos hecho bien —lo que no quiere decir que las hayamos hecho mal— y nos prometemos que no se volverán a repetir los mismos errores. Y es que aprender de ellos está bien hasta que se vuelve un bucle del que no podemos salir. Está claro que si nos proponemos algo no lo podemos perder de vista, pero de ahí a que nuestros objetivos controlen nuestra vida hay un salto muy grande. El problema viene cuando no somos conscientes de lo que (nos) estamos haciendo hasta que llega un punto en el que no se puede más. El fantasma se ha hecho demasiado grande y nos domina, pero ya es tarde para ponerle remedio sin salir perjudicados de la situación. 

    Entonces entra en juego otro fantasma llamado perfeccionismo. La autoexigencia y él se encuentran y se forma una mezcla difícil de controlar. Intentar alcanzar la perfección es un camino por el que no nos hemos de perder. Y es que, si no existe en realidad, ¿por qué nos obcecamos en llegar hasta ella? ¿Acaso nos sentiremos mejor una vez la hayamos alcanzado? La respuesta siempre será no. Puede que nos invada una sensación momentánea de triunfo (por catalogarlo de alguna forma) que se verá eclipsada por las ansias de querer mantener todo al mismo nivel de perfección. Porque siempre querremos más, independientemente del punto en el que nos encontremos. Empezamos de forma sutil, nos prometemos que lo tendremos todo bajo control. Pero acaba controlándonos —y consumiéndonos— y sólo podemos exigirnos y exigirnos, aunque sepamos que tenemos que poner límites. No podemos. Y somos conscientes de ello y lo intentamos, pero seguimos sin poder. Queremos tenerlo todo bajo control y que todo salga perfecto, y cuando lo conseguimos deseamos que siga siendo así. Aunque llega a un punto en el que se vuelve muy complicado sostener esa situación y al final, sin darnos cuenta (o dándonos cuenta pero ingorándonos), nos vamos agotando y somos incapaces de mantenerlo todo a la altura que nos hubiera gustado.

    La autoexigencia y el perfeccionismo son conceptos que van de la mano, y muchas veces se ven alentados por las expectativas que se ponen sobre nosotros. Al principio era cuestión nuestra llegar a lo más alto y cumplir todo lo que nos proponíamos, pero luego entra un factor externo. La gente. Ahora ya no quieres llegar al mejor nivel sólo por ti, sino por ellos y por lo que esperan de ti. Te creen capaz de todo y a la vez ven muy raro cualquier pequeño error que puedas cometer. Y nos presionamos y presionamos para no decepcionar a nadie, pero la realidad es que nos perdemos por el camino y al final, de nuevo, todo se vuelve insostenible. ¿Quién tiene la culpa? Nadie, realmente. Las voces de nuestra cabeza son cada vez más fuertes y, aunque sepamos que no será la mejor decisión, nos vamos desviando de nuestro camino inicial. Y es que olvidamos que estar siempre a la altura es imposible. Somos personas que se equivocan, que hacen las cosas mal y que aprenden de los errores. Olvidamos que un fallo lo tiene cualquiera.

    Es innegable que resulta muy frustrante dedicar todo nuestro esfuerzo a conseguir un objetivo y no llegar a él. Nos autoconvencemos de que se ha tratado de un mal día y subimos un poco el listón para que la próxima vez no vuelva a ocurrirnos lo mismo. Y volvemos a intentarlo pero volvemos a no llegar, y seguimos subiendo el listón. De nuevo no llegamos y seguimos y seguimos. Acabamos chocándonos contra él y toca asumir la realidad: no pasa nada por no tenerlo todo bajo control. No pasa nada por no llegar a la perfección en todo a la vez, porque es prácticamente imposible. No estamos decepcionando a nadie, ni a nosotros mismos, al contrario de lo que podamos pensar. Toca asumir que hemos cruzado una línea y que es necesario que dar marcha atrás y ser conscientes de dónde está el límite. 

    Puede que la voz de la exigencia siempre esté presente, pero es importante que tomemos consciencia sobre ella y sepamos marcar límites con tal de protegernos a nosotros mismos. Todos fallamos y todos aprendemos, pero ahí reside lo más importante. Fallaremos de vez en cuando pero aprenderemos a controlar y a convivir con los fantasmas que intentan dominarnos.

  • Els colors de la vida

    Relat guanyador del Premi Sambori comarcal de 2025 en la modalitat de batxillerat i FP

    Imaginem-nos un llenç en blanc. Primer, cal preparar-lo amb paciència i afecte perquè, una vegada comencem a pintar-hi, quede el més perfecte possible. Anirem pintant la nostra història a mesura que el temps avançe i l’adornarem amb els colors de la vida, aquells que sempre ens acompanyaran. Donarem pinzellades dels tons més bonics dels que disposem, encara que sempre existirà el risc que el nostre quadre acabe tacat.

    Comencem sent un llenç en blanc per acabar plens de colors. També som les pintures i, el més important, els pintors. Tenim l’oportunitat i la sort de decidir com pintar la nostra vida, i el llenç es va formant segons creixem. Hi haurà ocasions en què pintarem el quadre amb il·lusió i amb la millor de les intencions, però no sempre tindrem la possibilitat de triar-hi i veurem com les nostres pinzellades són les d’uns altres.

    Hi ha tres colors primaris i un d’ells és (o hauria de ser) l’educació. Bàsica però essencial, la base dels colors esdevenidors. Sense aquest color la resta perd la seua llum, ja que l’educació ha d’estar sempre per damunt de totes les coses. Sense ella no hi ha respecte i sense respecte tampoc hi ha civilització, i sense civilització ens convertim en una societat destinada al fracàs. Li segueix la cultura, un pilar tan important com necessari. Hi ha riqueses que no són d’or i aquesta és una d’elles, perquè el saber no ocupa lloc i ens obri portes que possiblement no ens imaginàvem que existien. La tenim al nostre abast i depén de nosaltres el que decidim fer amb ella. I finalment, trobem els principis. I parle —entre d’altres— d’honestedat, empatia, perdó i saber el que està bé i el que no ho està. Aquests tres colors són els que mai no podem perdre de vista, i junts conformen la paleta dels primaris. 

    La seua barreja provoca que viatgem a un món ple de possibilitats que seria inimaginable sense els colors secundaris, una simbiosi perfecta que omplirà el nostre quadre de varietat. Una explosió de colors comença a desenvolupar-se a mesura que els anem descobrint, i quan ens n’adonem es creen colors màgics que es plasmen sobre el llenç amb la intenció de recordar i de conservar.

    A mesura que creixem descobrim noves sensacions, sentiments, allò que ens agrada i allò de què ens volem allunyar; descobrim nous colors. Anem perfeccionant la nostra tècnica fins que donem amb el traç més bonic, el pinzell que més ens agrada, la textura que sempre anhelàvem aconseguir. Trobem una paleta on posar les nostres pintures i fem el que millor se’ns dona, pintar la història de la nostra vida. Però quan pensàvem que ho teníem tot en ordre arriben els colors imprevistos, les taques en el llenç; els colors més apagats. 

    Igual que hi ha textures que sempre observarem en el nostre quadre, també ens trobarem amb mescles que no han resultat allò que s’esperava. Hi ha colors més foscos que d’altres, aquells que ens ensenyen la cara més trista del món. Les guerres i tot el que comporten suposen un dels colors més apagats (per no dir el que més) que algú pot pintar. I és que, encara que no vulguem, és pràcticament impossible que el nostre llenç no es veja esguitat per tragèdies d’aquestes magnituds. A aquest color se li sumen altres tonalitats que reflecteixen la pobresa, el sofriment, la desolació i la desesperació; la pèrdua d’il·lusió i els bucles dels quals no se’n ix. Les veus que intenten fer callar mitjançant la violència, les famílies trencades per situacions que escapen del seu control. El color sempre serà d’un to tan fosc que ens recordarà l’altra cara del món, la que no patim de manera directa però de la qual sí que en som conscients. Encara que aquest color també el trobarem en diferents tonalitats, ja que hi ha successos les magnituds dels quals són incomparables amb les d’uns altres i que, per això, tenen un matís específic que quedarà marcat per sempre en el nostre llenç, el vulguem o no. 

    De la mateixa manera, hi ha colors que es tornen inefables, impossibles de descriure. Són aquells que evoquen enyorança, desig, ànim, ganes i esperança. Són abraçades i riallades, somriures furtius i ulls que brillen. Es tracta dels colors més abstractes, impossibles de relacionar amb cap altre existent perquè són una combinació de molts i de cap al mateix temps. Tots, en algun moment, haurem de pintar amb ells perquè hi ha emocions que descobrirem i voldrem recordar, o no. El que és clar, és que deixaran una marca en el nostre llenç. Impossible no recordar-se ara del color daurat i del que reflecteix, d’eixes cicatrius que s’han tancat però que portarem sempre amb nosaltres; de la tècnica del Kintsugi. En algun moment els fils dels nostres pinzells es tornaran daurats i pintaran històries que acabaran brillant amb el pas del temps. 

    Per norma general sempre serem nosaltres els qui omplirem el nostre llenç de color, però hi haurà vegades en què actuarem inconscientment en nom d’uns altres. Diuen que allò que toca l’ànima mai no s’oblida i les nostres pinzellades són el pur reflex d’això. Pintem per a recordar el que algun dia va fer que la nostra ànima brillara. Encara que nosaltres siguem els pintors són altres persones les que han provocat que sostinguem un pinzell a la mà, i el nostre traç també es converteix en el seu. 

    Però el temps no perdona ningú ni res i, a mesura que pintem, els filaments del pinzell es tornen més blans i comencen a deteriorar-se. Cada vegada costa més que el traç siga ferm. La nostra mà adquireix un lleuger tremolor que no volem reconéixer fins que no queda més remei que fer-ho. Llavors parem de pintar. Observem el pinzell i ens preguntem en quin moment les seues arrugues s’han tornat les nostres. Envernissem el quadre i deixem que seque. Ho signem, sabent que no hi ha més setgell d’identitat que l’obra a la qual li acabem de posar el punt i final. Aclarim el pinzell per última vegada i netegem la paleta de colors. Desmuntem el cavallet. Ho guardem tot amb la falsa esperança que el temps no pose les seues petjades sobre d’ells i, alhora, amb la certesa que la nostra obra ja està acabada. Pengem el quadre i l’observem. Els tres colors primaris són els que sempre han regnat, encara que a l’esquerra hi ha una gran taca negra que es veu compensada per les daurades de la dreta. Una explosió de colors en el centre ens fa recordar la història d’una vida. Ja està acabat; una vida sencera en un llenç. Al final, mirarem enrere i sabrem qui hem sigut.