• Sobre la felicidad

    La felicidad —o más bien, ser feliz— es una de las grandes incógnitas que no cuentan con una respuesta única ni sencilla, pero que ansiamos descubrir. Según el ritmo de vida actual parece que necesitemos ser felices y mostrar esa felicidad al mundo, a pesar de que haya perdido todo el sentido e incluso todo su significado. ¿Qué es, por tanto, este sentimiento? 

    Cuando pensamos en dicha palabra es posible que caigamos en algún que otro error. El primero de ellos se basa en pensar en esta como algo necesario de alcanzar. La buscamos ansiosamente y, cuando la hemos encontrado, la perseguimos y jugamos a atraparla hasta que la hacemos nuestra. El problema es que en algún momento acabará desapareciendo, y no sabremos qué hacer llegados este punto. 

    Otro error en el que podemos caer al pensar en la felicidad es atribuirla a una forma de vivir. Asumir que la única forma correcta de hacerlo es siempre poniendo la felicidad por delante de cualquier otra emoción, independientemente de sentirla o no hacerlo. Obviamos, por tanto, que nada en la vida sigue una dirección lineal, y que el balance siempre es la clave. También la damos por hecho pero, gracias a momentos que nada tienen que ver con este sentimiento, somos capaces de acordarnos de ella cuando no la sentimos y, cuando somos afortunados de vivirla, ser conscientes de su importancia. Posiblemente dejaríamos de valorarla si en ningún momento se alejara de nosotros. 

    Otra de las cosas que podemos confundir con la felicidad es la falsa idea que se ha creado a su alrededor. Vivimos en un mundo dominado por las redes sociales y la imagen que los otros quieren que veamos de ellos mismos. Una imagen en la que, por descontado y la mayoría de las veces, se obvian las partes más oscuras o, simplemente, las menos lucidoras de las vidas de cada uno de ellos y cada una ellas. ¿Qué imagen se está proyectando? Transformamos un altavoz que, bien usado ofrece miles de posibilidades, en uno de los orígenes de la falsa felicidad. Volvemos a olvidar el balance, el equilibrio y la importancia de aceptar todo lo que estemos sintiendo, confiando en que irá a mejor. Y, en caso de estar en ese “mejor”, confiando en que no irá a peor. 

    Yendo a lo realmente importante, ¿qué es la felicidad? Al contrario de lo que cualquier diccionario pueda indicarnos, la felicidad también es encontrar el balance en nuestra vida entre los momentos más dulces y los más amargos, siendo siempre conscientes de nuestra situación y valorando estos primeros, mientras confiamos en que los segundos acabarán pasando y en que, gracias a la perspectiva que nos otorga el tiempo, aprenderemos de ellos. 

    Entonces, una vez entendamos las verdaderas dimensiones de dicha palabra, habremos ganado en tranquilidad, en serenidad y en felicidad. Cuando sepamos valorar el conjunto y no solo el instante, cuando aprendamos a disfrutarlo y a recordarlo cuando nos sea necesario, y en el momento en que seamos conscientes de que somos felices, algo en nosotros cambiará y lo hará para mejor y, más importante aún, para siempre. 

  • Todo lo que 2024 me ha enseñado

    Cuando llega el momento de las campanadas siempre me aparecen todas las preguntas, los balances de última hora y las reflexiones sobre el año que está a punto de acabar. Desde hace unos años siempre se me forma un nudo en la garganta cada vez que entramos en un año nuevo aunque, si me preguntan, no sabría explicar el por qué. Puede ser que al echar la vista atrás me asalten todos los recuerdos y lo acontecido durante ese año y no pueda evitar pensar en todo lo que me ha querido enseñar, o en todo lo que yo he querido aprender; cuestión de perspectiva. Porque la vida es eso, aprender del error y del acierto y, poco a poco, ir definiendo quiénes somos. 

    2024 ha sido un año de aprendizajes constantes. Este año me ha enseñado que aquello a lo que llamamos perfección no es más que un espejismo; cuando creemos alcanzarla, se nos esfuma. Y, aún así, seguimos persiguiéndola y seguimos autodestinándonos a decepcionarnos. Hace unos meses, una persona me dijo una frase que no se me olvida: “con intención, sin expectativa”. Y así es como deberíamos hacer todas las cosas, poniendo la mejor de nuestras intenciones, confiando en nosotros y en lo que hacemos. Y el resto ya vendrá y ya se verá. 

    Este año me ha demostrado que las calificaciones, aunque casi siempre determinarán nuestro futuro, nunca serán un sinónimo de quiénes somos y todo lo que hemos trabajado, al igual que nunca simbolizarán el empeño y el esfuerzo que le ponemos a todo lo que hacemos. Porque no todo saldrá siempre como queramos, pero hemos de aprender a lidiar con ello y a estar orgullosos de haber hecho siempre lo máximo que hayamos podido. Y, por encima de todo, saber que es igual de importante ser disciplinados que parar cuando no podamos más. Escucharnos y descansar siempre que lo necesitemos también es trabajar en nuestros objetivos. 

    En estos 365 días he aprendido que no todo tiene explicación y que muchas de las cosas que nos pasan son por algún motivo, porque la vida nos está queriendo enseñar alguna cosa. He aprendido que cuando todo pese hay que parar, coger y soltar aire, y seguir. Y buscar siempre la luz y rodearnos de personas que nos iluminen. Me ha hecho ver que el amor tiene más de una forma y que lo que antes eran desconocidos ahora son las personas junto a las que más disfrutas. Porque si los amigos son la familia que escogemos, rodeémonos de personas que sean luz y que nos iluminen, a las que nosotros también podamos iluminar cuando les haga falta; que hagan de tus alegrías las suyas y que te acompañen cuando las cosas no salen como queríamos. 

    2024 me ha hecho ver que la vida, a pesar de todo, sigue y comienza siempre. Me ha reafirmado que las personas somos como el ave fénix, que renace de sus cenizas y vuelve a brillar. Que escucharnos nos hará saber aquello que no va bien y, cuando lo sepamos, sólo nos quedará buscar la luz y confiar en que todo saldrá bien. Y una vez que la hayamos encontrado, no dejar de seguirla nunca. Porque la vida son ciclos que comienzan y, del mismo modo, acaban. Porque todo pasa, las situaciones más duras también. Y porque la clave de prácticamente todo siempre consiste en balancearse sobre el equilibrio y aceptar lo que somos con tal de avanzar hacia mejor. 

    Este año me llevo la certeza de que las cosas salen mejor cuando las hacemos de corazón y con todo nuestro cariño. Ahora sé que la felicidad es el balance perfecto entre aceptar la parte negativa de la vida y saber conciliarla con los momentos que llevaremos siempre en nuestro corazón. La felicidad son castañas asadas, una fiesta de cumpleaños sorpresa, galletas caseras de mantequilla, una pulsera con tres piedras mágicas que simbolizan “la salud, el amor y el dinero”, y ver como la vida sonríe a los que más quieres. Felicidad es ver la mesa llena en las fechas importantes, darse cuenta de que no todo merece nuestras energías y valorar y agradecer lo que tenemos. 

    Y por último, pero no menos importante, este año me ha regalado un sueño cumplido. No puedo sentirme más feliz ni agradecida por Todo lo Inmarcesible, un blog que reúne lo que más disfruto. Doy gracias por poder estar escribiendo esto y me siento afortunada por la acogida tan bonita que le habéis dado. Ojalá todo lo que siento al pensar en este proyecto al que tanta ilusión le pongo se vea reflejado en lo que vosotros leéis. 

    2024, gracias por las personas, por la familia y los amigos que son familia. Por las experiencias, por la herida, por el aprendizaje. Por la alegría, los rayos de sol, la esperanza y la ilusión. Por dejarme disfrutar de lo que me hace feliz y, sobre todo, por enseñarme qué es lo que de verdad importa.

    2025, ojalá nos enseñes tu lado más bonito y vengas llenito de letras, de amor, de sueños, de nuevos proyectos, de salud y de felicidad. 

  • El arte de sentir

    Nos hacían verla como una debilidad, algo de lo que nos tuviéramos que avergonzar, que no pudiéramos mostrar al mundo. Porque ver la lágrima siempre ha extrañado, y mostrarse débil cada vez es menos frecuente, más de cobardes. Como si una sonrisa no pudiera ocultar sufrimiento. El problema es que no somos máquinas impasibles y que la sonrisa no simboliza alegría, al igual que la lágrima no siempre va ligada a la tristeza. Vemos el mundo con otros ojos y lo sentimos con otro corazón; y ahí está la clave, en que lo sentimos todo. Tenemos una cabeza que piensa mucho y un corazón que siente mucho. 

    La sensibilidad. 

    Vivir en cámara lenta, o en rápida. Ser conscientes de nosotros, de nuestro entorno, de las cosas que más importan y de las que menos. Sentirlas todas y hacerlas nuestras, aunque no lo sean. Y sufrir por desconocidos y alegrarse por amigos, y alegrarse por desconocidos y sufrir por amigos. Enredarse en las mismas encrucijadas de siempre para acabar llegando a las mismas soluciones de siempre. No negar la lágrima e intentar comprenderla, al igual que agradecer y mostrar la sonrisa. Balancearnos en el equilibrio, tentándolo a decantarse por un lado u otro. 

    La sensibilidad. 

    Encontrarla, aceptarla; un viaje difícil y precioso que no tiene fin. Un viaje a nuestras raíces. 

    Y cuando la encontramos, la miramos a los ojos. Y la entendemos y nos entendemos. La abrazamos, porque nos recuerda que seguimos aquí, que somos seres que sienten y se alegran, lloran y desesperan. Agradecen la carcajada y sufren la lágrima, aprenden de ellas. Se ilusionan y se decepcionan, pero vuelven a ilusionarse porque saben que no hay nada más bonito que las ganas de vivir por algo. Seres que empatizan y se enfadan, pero reconocen el error y piden perdón. Y perdonan y se sienten en paz. Y vuelta a empezar, a ver la vida teñida con el manto de la sensibilidad. La palabra diferente nunca había tenido un significado tan bonito.  

    Volvemos a encontrar el equilibro, pero seguimos balanceándonos sobre él y tentándolo a vencerse hacia uno de sus lados. Aunque sigue firme, nosotros nos fundimos con el movimiento y aceptamos la intensidad, las sensaciones. Aceptamos nuestros sentimientos. El movimiento nos ha enseñado a no ocultar nada, a abrazarnos tal y como somos. A deshacernos en carcajadas y a hacer que las lágrimas nos recompongan. A sentir el vértigo y encontrar su lado más especial, a hacerlo nuestro. 

    Sentimos mucho, sí. Lo sentimos todo. Pero demasiado nunca es suficiente cuando se trata de sentir, de apreciar, de vivir. Abrazamos nuestra sensibilidad y la mostramos. Que la vean, que nos vean. Somos como somos gracias a ella. 

  • El abrazo del vacío

    El vacío: la ausencia de todo, la resignación a la nada. Un hueco que no sabemos si en algún momento de nuestra existencia volverá a llenarse. 

    Aunque, ¿qué es el vacío en realidad? Más que la falta de algo, diría que es un perfume sin olor, una naranja sin zumo, un libro sin páginas. Algo así como limitarse al exterior, obviando que hay un interior que se ha perdido y es lo que provoca que algo pueda vaciarse. Si lo pensamos bien, pensar en la nada es imposible. El propio concepto ya nos indica que hay algo, aunque no pueda expresarse con palabras. No somos capaces de imaginarnos nada, así, a secas, porque la palabra ya implica la existencia de algo que, aunque siga estando, ha dejado de estar. Se juntan esas dos partes y llega el vacío, la ausencia de todo. Puede ser que una cosa lleve a la otra, el vacío a la nada; la nada al vacío. Cuando perdemos el motor, la esencia, la razón de ser; ahí nos chocamos contra un vacío que nos inunda y nos atrapa. Y aunque sigamos siendo, dejamos de ser

    Un día, de repente, notas que algo no va como corresponde. No te sientes en tu piel y no te sientes tú. Activas el piloto automático de forma inconsciente y empiezas a vivir la vida en tercera persona, pasando de ser el protagonista a ser un espectador más. No te entiendes, ni tus acciones ni tus pensamientos. Ni tu forma de ver la vida, la de encarar las cosas; ni la de sentir, soñar, apreciar, agradecer y amar. Nada. Cuando te das cuenta de la situación, el vacío ya te ha atrapado y despojado de tu identidad: ahora eres, pero a la vez no. Y llega la inercia y la necesidad, el instinto de supervivencia. Respiramos por necesidad, comemos por supervivencia, repetimos rutinas por inercia; aunque todo haya perdido el sentido, sobre todo cuando se ha perdido el sentido. 

    Y llegan las preguntas más temidas: ¿llenaré algún día este vacío? ¿Aprenderé a vivir con él? ¿O me llevará consigo antes de que eso pase? 

    Conseguimos que la inercia nos abandone durante unos instantes, esos que aprovechamos para ahondar y llegar a todas las respuestas. Buscamos el por qué de la situación, le ponemos palabras que se enredan entre ellas y que nos enredan a nosotros; buscamos el origen de sentirnos así, fantasmas de lo que un día éramos. Pero antes de poder desenredar el nudo, llega, de nuevo, el abrazo del vacío dispuesto a apartarnos de las respuestas, de la esperanza y de volver a ser lo que éramos. Y, una vez más, nos sometemos a ella. Nos seguimos chocando contra paredes invisibles aunque ya no lo sentimos; la supervivencia y la necesidad son más fuertes, amortiguan el golpe lo suficiente como para poder darnos una y otra vez y notar un ligero cosquilleo que no identificamos como dolor, y que también se irá a apagando progresivamente.

    Al final, llegará un momento en que dejaremos de sentir. Las sonrisas no nos brillarán y las lágrimas serán simplemente agua. Y eso… eso sí que es preocupante. Nos pondremos una coraza invisible que hará que ninguna emoción se filtre cuando, en realidad, nos estaremos privando de lo mejor que tenemos: la capacidad de sentir. Independientemente de si es algo que nos alegra o que nos hunde, con sus partes buenas y malas. Cualquier rastro de emociones que pudiese quedar en nuestro cuerpo se habrá ido, y el vacío se agrandará todavía más. Es entonces cuando nos daremos cuenta de la dimensión de todo y del alcance del vacío, que somos cuerpos vagando sin alma, reflejos de lo que algún día fuimos. Esta ocasión, el impacto, que es contra nosotros mismos, sí que dolerá. Anhelaremos todo lo que fuimos, pero a la vez no veremos forma de recuperarlo y nos dolerá. 

    Aunque puede que ese dolor que sintamos sea el motor del cambio, el impulsor del mismo. Se nos empezarán a abrir los ojos y veremos, entonces, la realidad de la situación, que la inercia está ganando la batalla. Y sabremos que hay algo que tiene que cambiar y entenderemos la realidad, que un vacío no se llena. Se aprende a vivir con él. Aprenderemos a encajarlos, a no dejarnos ni llevar por la inercia ni dominar por la nada, por mucho que quieran atraparnos. No renunciaremos a sentir y puede ser que en algún momento lleguemos a abrazarlo todo, tanto si es bueno como si no lo es. Nos abrazaremos a nosotros mismos, haciéndonos la promesa de no volver a soltarnos y no volver a desistir. 

    El vacío, la ausencia de todo. Un pozo sin fondo en el que caemos y del que nos levantamos, recuperando nuestra esencia y el motor que hace que nuestros días no se tiñan de gris. El vacío, abstracto. Aquello que todos imaginamos y por lo que alguna vez nos hemos dejado llevar, aunque sea algo muy difícil de representar, de dibujar, de explicar. Porque, en muchas ocasiones, se vuelve imposible describirlo. No se encuentran palabras que definan la angustia y la incerteza de aquellas personas que caen en él. El vacío: supervivencia, inercia y necesidad. Una marca que llevaremos siempre, con la que aprenderemos a convivir eternamente. Un lugar, una situación, o un estado –como quiera considerarse– que, en cierto modo, nos ha hecho darnos cuenta de la necesidad de encontrar lo que nos mueve y de apreciar la cualidad de sentir, de abrazarlo todo y reconciliarnos con ello. Un vacío que, algún día, dejará de doler.

  • La pieza que no encaja

    Hacer un puzle es mucho más complejo de lo que puede parecer en un principio. Empezamos abriendo la caja y volcando todas las piezas que lo conforman. El caos inicial va ordenándose a medida que construimos el puzle y hacemos encajar unas piezas con otras, pero los problemas no tardan en aparecer. Aquella pieza que pensábamos que tendríamos que colocar en un hueco no encaja. Nos obcecamos en ponerla en el sitio que nosotros le acabamos de asignar; le damos la vuelta e intentamos cambiarla de orientación, incluso la moldeamos para que encaje. Pero no lo conseguimos. Por mucho que queramos que se adapte no lo hará nunca por la sencilla razón de que no se encuentra en su sitio. Nos daremos cuenta del error cuando el daño sea irreparable y lo único que nos quede sea la resignación.  

    En nuestro intento por hacer el puzle nos hemos dado cuenta de que en algún momento hemos sido esa misma pieza. La ficción, una vez más, se vuelve realidad. Nos hemos sentido forzados a ocultarnos e incluso a cambiar con tal de encajar en unos cánones con los que no nos identificábamos. La buena noticia es que no todo es oscuro: tenemos la posibilidad de alejarnos de donde no nos quieren y encontrar un lugar en el que nos dejen ser. 

    Seguro que, en más de una ocasión, nos hemos visto en situaciones en las que pensábamos que no encajábamos. El sentimiento de pertenecer a algún lugar se vuelve más fuerte que nunca y consigue adentrarse en nuestras mentes. La palabra lugar adquiere un nuevo significado para nosotros, volviéndose más esencial y haciendo que nos sintamos más perdidos al ser conscientes de la realidad. De las dudas surgen los problemas: ¿qué pasa cuándo no sabemos dónde encajamos? ¿Qué ocurre cuando nos replanteamos si realmente pertenecemos a algún sitio? ¿Estamos dispuestos a hacer frente a todas esas respuestas? Todo tiembla. Un sentimiento extraño comienza a aflorar y pasamos a analizar cualquier situación en busca de un motivo que explique lo que ya sabemos, a pesar de que nos cueste asumirlo: es hora de encontrar nuestro lugar. 

    Cerramos etapas y, al mismo tiempo, dejamos la puerta abierta a los cambios y a la evolución. Nos separamos del puzle del que siempre hemos formado parte y, cuando vemos la situación con la perspectiva que sólo el tiempo otorga, somos realmente conscientes de que nos estábamos dañando y nuestra luz se estaba apagando poco a poco. No nos identificábamos con nosotros mismos, pero aceptábamos la situación por el miedo a la soledad y a no encontrar un sitio en el que nos dejasen ser. La realidad difiere: es inútil intentar amoldarnos a un puzle para poder permanecer en él cuando, en el fondo, sabemos que no nos corresponde. Al final ocurre que la pieza se ha ido estropeando y ha perdido su forma, al igual que nosotros vamos perdiendo nuestra razón de ser. Nuestra suerte es que podemos recuperarla rodeándonos de las personas indicadas. 

    Abandonamos el que hasta ahora había sido nuestro sitio para poder comenzar la búsqueda de lo(s) nuestro(s), no sin antes hacer un trabajo previo: encontrarnos. Entre tanto adapte y tanto cambio nos hemos perdido y es necesario —además de fundamental— saber quiénes somos y qué es lo que queremos. Pero, de nuevo, no se trata de preguntas sencillas de responder. No somos nuestra edad, ni dónde vivimos ni nuestro color favorito. Hay que ahondar e ir más allá de la superficie para poder encontrar nuestras raíces. Se dice que somos lo que hacemos cuando nadie nos mira; lo que sentimos y dejamos de sentir. Lo que vivimos. Somos aquello que hacemos, aunque también las cosas que no hacemos pero pensamos en hacer. Somos aciertos y errores, la suma de los éxitos y de los fracasos que llevamos con nosotros. Los sueños que estamos deseando que se cumplan, las promesas que hacemos y los deseos que esperamos se hagan realidad. Somos todo y a la vez somos nada. Eternos pero efímeros. Imposibles de definir de tanto que somos. 

    Dejamos atrás una parte nuestra con las lágrimas como acompañantes, pero ya no sabemos distinguir si son por ellos y por lo que se queda en ese puzle, o por nosotros. Puede que por ambos. No podemos evitar llorar por esa etapa que ha supuesto un constante cambio y aprendizaje, además de por los buenos momentos (aunque hayan sido escasos) que nos ha regalado, y por los otros en que hemos sufrido en silencio. Se nos humedecen los ojos al recordar la necesidad que tuvimos de cambiar y lo inservible que ha resultado ser, aunque también lloramos de liberación porque, después de tanto tiempo, volvemos a ser nosotros mismos. La tristeza, la amargura, la liberación y el orgullo se entremezclan para ayudarnos a dar el primer paso hacia el verdadero autodescubrimiento.  

    Se dice que lo que es nuestro nos encuentra, pero tal vez sería mejor decir que lo que es nuestro nunca nos abandona, aunque pensemos lo contrario. Puede cambiar de forma o de color, alejarse para que seamos conscientes de su importancia e intentarse volver invisible para que aprendamos a valorarlo más, pero nunca nos abandonará. Acabaremos (re)encontrándolo porque lo está esperando. Y cuando lo hagamos, cuando veamos el lugar que siempre ha estado vivo en nosotros, sabremos que siempre habíamos pertenecido a él. No nos sorprenderá que nos hayan recibido con los brazos abiertos y sin ningún prejuicio, felices por la aportación que cada uno hace de forma individual, y que provoca que el rompecabezas sea especial y único. 

    Ahora todas las piezas del puzle encajan a la perfección. Todo el mundo se siente cómodo y, lo más importante, libre. Libre de vivir, de sentir, de hablar, de pensar, de amar, de ser. Libre de todo. Echaremos la vista atrás para darnos cuenta de que tantos años de contención no nos han servido de nada, y es que nadie ni nada será nunca capaz de apagar lo que hace que seamos de la forma que somos.