Parecía una escena digna de película. Me desperté en una habitación con vistas a una playa que, a esas horas de la mañana, estaba desierta. Los primeros rayos de luz del día, tímidos, treparon por las sábanas hasta iluminarme el rostro, y el sonido de las olas rompiendo contra el espigón arropó la escena que estaba produciéndose. Una suave brisa entraba por la rendija de la ventana y el olor a mar perfumó la habitación. Sabía que el día empezaría de forma diferente y, cuando miré el reloj, me alegré de haberme despertado bastante antes de que la alarma sonara.
Me abracé las rodillas y me quedé unos minutos contemplando la escena que acontecía frente a mis ojos. Igual de simple que especial. Ese era uno de los regalos de la vida, de los que no tienen precio pero que valen más que muchos materiales. Hubiera congelado el momento eternamente y, aunque no le hace nada de justicia y es imposible captar lo que sentí en una instantánea, inmortalicé el momento. A veces vuelvo a ver la foto y me acuerdo de aquella mañana e, irremediablemente, pienso en las horas lentas.
Siempre me ha gustado pensar que el tiempo ralentiza los momentos mágicos para que podamos apreciarlos más y mejor y para que, cuando nos acordemos de ellos en un futuro, lo podamos hacer desde el cariño, la nostalgia y la sensación de haber disfrutado de las horas lentas. No me refiero a aquellas que el aburrimiento o la rutina llena, las tediosas, sino a las lentas y, por tanto, mágicas. Cuando el tiempo se pone de acuerdo con el corazón y deciden hacer que momentos cargados de sentimiento nos parezcan más largos.
Apenas fueron diez minutos los que estuve sintiendo todo lo que sucedía, pero me bastaron para llegar a la conclusión de que la vida pasa demasiado rápido. O, más bien, hacemos que pase demasiado rápido. No me refiero a cumplir años, echar la vista atrás y ver que el tiempo se ha vuelto a esfumar, sino de no ser conscientes de la importancia de parar y admirar todo lo que nos rodea. De no ser conscientes de todo lo que nos perdemos a diario por estar más pendientes de cumplir con los horarios y de llevar una vida cronometrada.
No me refiero, tampoco, a escapar de las obligaciones ni prescindir de la rutina. Hablo de saber encontrar un balance en el día a día que nos permita escapar por unos instantes de los horarios, las prisas y el agobio, y de encontrar un hueco en el croquis que suelen ser nuestros días últimamente. Disfrutar de pasar un rato con las persona que más quieres, desayunar mientras sale el Sol o ir a la playa a escuchar el sonido de las olas.
Eso son las horas lentas. El momento en el que el tiempo decide ralentizarse, cuando todo se alinea para poder valorar más y sentir más. Los instantes que creemos más prescindibles y que, al final, son algunos de los que más recordaremos y a los que más desearíamos volver. Un recordatorio de parte del tiempo y de la vida para ser conscientes de todo aquello que nos rodea, de vivir en el momento presente y agradecer poder vivir momentos tan pequeños en apariencia, pero tan especiales al mismo tiempo.