• Todo lo que 2024 me ha enseñado

    Cuando llega el momento de las campanadas siempre me aparecen todas las preguntas, los balances de última hora y las reflexiones sobre el año que está a punto de acabar. Desde hace unos años siempre se me forma un nudo en la garganta cada vez que entramos en un año nuevo aunque, si me preguntan, no sabría explicar el por qué. Puede ser que al echar la vista atrás me asalten todos los recuerdos y lo acontecido durante ese año y no pueda evitar pensar en todo lo que me ha querido enseñar, o en todo lo que yo he querido aprender; cuestión de perspectiva. Porque la vida es eso, aprender del error y del acierto y, poco a poco, ir definiendo quiénes somos. 

    2024 ha sido un año de aprendizajes constantes. Este año me ha enseñado que aquello a lo que llamamos perfección no es más que un espejismo; cuando creemos alcanzarla, se nos esfuma. Y, aún así, seguimos persiguiéndola y seguimos autodestinándonos a decepcionarnos. Hace unos meses, una persona me dijo una frase que no se me olvida: “con intención, sin expectativa”. Y así es como deberíamos hacer todas las cosas, poniendo la mejor de nuestras intenciones, confiando en nosotros y en lo que hacemos. Y el resto ya vendrá y ya se verá. 

    Este año me ha demostrado que las calificaciones, aunque casi siempre determinarán nuestro futuro, nunca serán un sinónimo de quiénes somos y todo lo que hemos trabajado, al igual que nunca simbolizarán el empeño y el esfuerzo que le ponemos a todo lo que hacemos. Porque no todo saldrá siempre como queramos, pero hemos de aprender a lidiar con ello y a estar orgullosos de haber hecho siempre lo máximo que hayamos podido. Y, por encima de todo, saber que es igual de importante ser disciplinados que parar cuando no podamos más. Escucharnos y descansar siempre que lo necesitemos también es trabajar en nuestros objetivos. 

    En estos 365 días he aprendido que no todo tiene explicación y que muchas de las cosas que nos pasan son por algún motivo, porque la vida nos está queriendo enseñar alguna cosa. He aprendido que cuando todo pese hay que parar, coger y soltar aire, y seguir. Y buscar siempre la luz y rodearnos de personas que nos iluminen. Me ha hecho ver que el amor tiene más de una forma y que lo que antes eran desconocidos ahora son las personas junto a las que más disfrutas. Porque si los amigos son la familia que escogemos, rodeémonos de personas que sean luz y que nos iluminen, a las que nosotros también podamos iluminar cuando les haga falta; que hagan de tus alegrías las suyas y que te acompañen cuando las cosas no salen como queríamos. 

    2024 me ha hecho ver que la vida, a pesar de todo, sigue y comienza siempre. Me ha reafirmado que las personas somos como el ave fénix, que renace de sus cenizas y vuelve a brillar. Que escucharnos nos hará saber aquello que no va bien y, cuando lo sepamos, sólo nos quedará buscar la luz y confiar en que todo saldrá bien. Y una vez que la hayamos encontrado, no dejar de seguirla nunca. Porque la vida son ciclos que comienzan y, del mismo modo, acaban. Porque todo pasa, las situaciones más duras también. Y porque la clave de prácticamente todo siempre consiste en balancearse sobre el equilibrio y aceptar lo que somos con tal de avanzar hacia mejor. 

    Este año me llevo la certeza de que las cosas salen mejor cuando las hacemos de corazón y con todo nuestro cariño. Ahora sé que la felicidad es el balance perfecto entre aceptar la parte negativa de la vida y saber conciliarla con los momentos que llevaremos siempre en nuestro corazón. La felicidad son castañas asadas, una fiesta de cumpleaños sorpresa, galletas caseras de mantequilla, una pulsera con tres piedras mágicas que simbolizan “la salud, el amor y el dinero”, y ver como la vida sonríe a los que más quieres. Felicidad es ver la mesa llena en las fechas importantes, darse cuenta de que no todo merece nuestras energías y valorar y agradecer lo que tenemos. 

    Y por último, pero no menos importante, este año me ha regalado un sueño cumplido. No puedo sentirme más feliz ni agradecida por Todo lo Inmarcesible, un blog que reúne lo que más disfruto. Doy gracias por poder estar escribiendo esto y me siento afortunada por la acogida tan bonita que le habéis dado. Ojalá todo lo que siento al pensar en este proyecto al que tanta ilusión le pongo se vea reflejado en lo que vosotros leéis. 

    2024, gracias por las personas, por la familia y los amigos que son familia. Por las experiencias, por la herida, por el aprendizaje. Por la alegría, los rayos de sol, la esperanza y la ilusión. Por dejarme disfrutar de lo que me hace feliz y, sobre todo, por enseñarme qué es lo que de verdad importa.

    2025, ojalá nos enseñes tu lado más bonito y vengas llenito de letras, de amor, de sueños, de nuevos proyectos, de salud y de felicidad. 

  • El arte de sentir

    Nos hacían verla como una debilidad, algo de lo que nos tuviéramos que avergonzar, que no pudiéramos mostrar al mundo. Porque ver la lágrima siempre ha extrañado, y mostrarse débil cada vez es menos frecuente, más de cobardes. Como si una sonrisa no pudiera ocultar sufrimiento. El problema es que no somos máquinas impasibles y que la sonrisa no simboliza alegría, al igual que la lágrima no siempre va ligada a la tristeza. Vemos el mundo con otros ojos y lo sentimos con otro corazón; y ahí está la clave, en que lo sentimos todo. Tenemos una cabeza que piensa mucho y un corazón que siente mucho. 

    La sensibilidad. 

    Vivir en cámara lenta, o en rápida. Ser conscientes de nosotros, de nuestro entorno, de las cosas que más importan y de las que menos. Sentirlas todas y hacerlas nuestras, aunque no lo sean. Y sufrir por desconocidos y alegrarse por amigos, y alegrarse por desconocidos y sufrir por amigos. Enredarse en las mismas encrucijadas de siempre para acabar llegando a las mismas soluciones de siempre. No negar la lágrima e intentar comprenderla, al igual que agradecer y mostrar la sonrisa. Balancearnos en el equilibrio, tentándolo a decantarse por un lado u otro. 

    La sensibilidad. 

    Encontrarla, aceptarla; un viaje difícil y precioso que no tiene fin. Un viaje a nuestras raíces. 

    Y cuando la encontramos, la miramos a los ojos. Y la entendemos y nos entendemos. La abrazamos, porque nos recuerda que seguimos aquí, que somos seres que sienten y se alegran, lloran y desesperan. Agradecen la carcajada y sufren la lágrima, aprenden de ellas. Se ilusionan y se decepcionan, pero vuelven a ilusionarse porque saben que no hay nada más bonito que las ganas de vivir por algo. Seres que empatizan y se enfadan, pero reconocen el error y piden perdón. Y perdonan y se sienten en paz. Y vuelta a empezar, a ver la vida teñida con el manto de la sensibilidad. La palabra diferente nunca había tenido un significado tan bonito.  

    Volvemos a encontrar el equilibro, pero seguimos balanceándonos sobre él y tentándolo a vencerse hacia uno de sus lados. Aunque sigue firme, nosotros nos fundimos con el movimiento y aceptamos la intensidad, las sensaciones. Aceptamos nuestros sentimientos. El movimiento nos ha enseñado a no ocultar nada, a abrazarnos tal y como somos. A deshacernos en carcajadas y a hacer que las lágrimas nos recompongan. A sentir el vértigo y encontrar su lado más especial, a hacerlo nuestro. 

    Sentimos mucho, sí. Lo sentimos todo. Pero demasiado nunca es suficiente cuando se trata de sentir, de apreciar, de vivir. Abrazamos nuestra sensibilidad y la mostramos. Que la vean, que nos vean. Somos como somos gracias a ella. 

  • El abrazo del vacío

    El vacío: la ausencia de todo, la resignación a la nada. Un hueco que no sabemos si en algún momento de nuestra existencia volverá a llenarse. 

    Aunque, ¿qué es el vacío en realidad? Más que la falta de algo, diría que es un perfume sin olor, una naranja sin zumo, un libro sin páginas. Algo así como limitarse al exterior, obviando que hay un interior que se ha perdido y es lo que provoca que algo pueda vaciarse. Si lo pensamos bien, pensar en la nada es imposible. El propio concepto ya nos indica que hay algo, aunque no pueda expresarse con palabras. No somos capaces de imaginarnos nada, así, a secas, porque la palabra ya implica la existencia de algo que, aunque siga estando, ha dejado de estar. Se juntan esas dos partes y llega el vacío, la ausencia de todo. Puede ser que una cosa lleve a la otra, el vacío a la nada; la nada al vacío. Cuando perdemos el motor, la esencia, la razón de ser; ahí nos chocamos contra un vacío que nos inunda y nos atrapa. Y aunque sigamos siendo, dejamos de ser

    Un día, de repente, notas que algo no va como corresponde. No te sientes en tu piel y no te sientes tú. Activas el piloto automático de forma inconsciente y empiezas a vivir la vida en tercera persona, pasando de ser el protagonista a ser un espectador más. No te entiendes, ni tus acciones ni tus pensamientos. Ni tu forma de ver la vida, la de encarar las cosas; ni la de sentir, soñar, apreciar, agradecer y amar. Nada. Cuando te das cuenta de la situación, el vacío ya te ha atrapado y despojado de tu identidad: ahora eres, pero a la vez no. Y llega la inercia y la necesidad, el instinto de supervivencia. Respiramos por necesidad, comemos por supervivencia, repetimos rutinas por inercia; aunque todo haya perdido el sentido, sobre todo cuando se ha perdido el sentido. 

    Y llegan las preguntas más temidas: ¿llenaré algún día este vacío? ¿Aprenderé a vivir con él? ¿O me llevará consigo antes de que eso pase? 

    Conseguimos que la inercia nos abandone durante unos instantes, esos que aprovechamos para ahondar y llegar a todas las respuestas. Buscamos el por qué de la situación, le ponemos palabras que se enredan entre ellas y que nos enredan a nosotros; buscamos el origen de sentirnos así, fantasmas de lo que un día éramos. Pero antes de poder desenredar el nudo, llega, de nuevo, el abrazo del vacío dispuesto a apartarnos de las respuestas, de la esperanza y de volver a ser lo que éramos. Y, una vez más, nos sometemos a ella. Nos seguimos chocando contra paredes invisibles aunque ya no lo sentimos; la supervivencia y la necesidad son más fuertes, amortiguan el golpe lo suficiente como para poder darnos una y otra vez y notar un ligero cosquilleo que no identificamos como dolor, y que también se irá a apagando progresivamente.

    Al final, llegará un momento en que dejaremos de sentir. Las sonrisas no nos brillarán y las lágrimas serán simplemente agua. Y eso… eso sí que es preocupante. Nos pondremos una coraza invisible que hará que ninguna emoción se filtre cuando, en realidad, nos estaremos privando de lo mejor que tenemos: la capacidad de sentir. Independientemente de si es algo que nos alegra o que nos hunde, con sus partes buenas y malas. Cualquier rastro de emociones que pudiese quedar en nuestro cuerpo se habrá ido, y el vacío se agrandará todavía más. Es entonces cuando nos daremos cuenta de la dimensión de todo y del alcance del vacío, que somos cuerpos vagando sin alma, reflejos de lo que algún día fuimos. Esta ocasión, el impacto, que es contra nosotros mismos, sí que dolerá. Anhelaremos todo lo que fuimos, pero a la vez no veremos forma de recuperarlo y nos dolerá. 

    Aunque puede que ese dolor que sintamos sea el motor del cambio, el impulsor del mismo. Se nos empezarán a abrir los ojos y veremos, entonces, la realidad de la situación, que la inercia está ganando la batalla. Y sabremos que hay algo que tiene que cambiar y entenderemos la realidad, que un vacío no se llena. Se aprende a vivir con él. Aprenderemos a encajarlos, a no dejarnos ni llevar por la inercia ni dominar por la nada, por mucho que quieran atraparnos. No renunciaremos a sentir y puede ser que en algún momento lleguemos a abrazarlo todo, tanto si es bueno como si no lo es. Nos abrazaremos a nosotros mismos, haciéndonos la promesa de no volver a soltarnos y no volver a desistir. 

    El vacío, la ausencia de todo. Un pozo sin fondo en el que caemos y del que nos levantamos, recuperando nuestra esencia y el motor que hace que nuestros días no se tiñan de gris. El vacío, abstracto. Aquello que todos imaginamos y por lo que alguna vez nos hemos dejado llevar, aunque sea algo muy difícil de representar, de dibujar, de explicar. Porque, en muchas ocasiones, se vuelve imposible describirlo. No se encuentran palabras que definan la angustia y la incerteza de aquellas personas que caen en él. El vacío: supervivencia, inercia y necesidad. Una marca que llevaremos siempre, con la que aprenderemos a convivir eternamente. Un lugar, una situación, o un estado –como quiera considerarse– que, en cierto modo, nos ha hecho darnos cuenta de la necesidad de encontrar lo que nos mueve y de apreciar la cualidad de sentir, de abrazarlo todo y reconciliarnos con ello. Un vacío que, algún día, dejará de doler.

  • La pieza que no encaja

    Hacer un puzle es mucho más complejo de lo que puede parecer en un principio. Empezamos abriendo la caja y volcando todas las piezas que lo conforman. El caos inicial va ordenándose a medida que construimos el puzle y hacemos encajar unas piezas con otras, pero los problemas no tardan en aparecer. Aquella pieza que pensábamos que tendríamos que colocar en un hueco no encaja. Nos obcecamos en ponerla en el sitio que nosotros le acabamos de asignar; le damos la vuelta e intentamos cambiarla de orientación, incluso la moldeamos para que encaje. Pero no lo conseguimos. Por mucho que queramos que se adapte no lo hará nunca por la sencilla razón de que no se encuentra en su sitio. Nos daremos cuenta del error cuando el daño sea irreparable y lo único que nos quede sea la resignación.  

    En nuestro intento por hacer el puzle nos hemos dado cuenta de que en algún momento hemos sido esa misma pieza. La ficción, una vez más, se vuelve realidad. Nos hemos sentido forzados a ocultarnos e incluso a cambiar con tal de encajar en unos cánones con los que no nos identificábamos. La buena noticia es que no todo es oscuro: tenemos la posibilidad de alejarnos de donde no nos quieren y encontrar un lugar en el que nos dejen ser. 

    Seguro que, en más de una ocasión, nos hemos visto en situaciones en las que pensábamos que no encajábamos. El sentimiento de pertenecer a algún lugar se vuelve más fuerte que nunca y consigue adentrarse en nuestras mentes. La palabra lugar adquiere un nuevo significado para nosotros, volviéndose más esencial y haciendo que nos sintamos más perdidos al ser conscientes de la realidad. De las dudas surgen los problemas: ¿qué pasa cuándo no sabemos dónde encajamos? ¿Qué ocurre cuando nos replanteamos si realmente pertenecemos a algún sitio? ¿Estamos dispuestos a hacer frente a todas esas respuestas? Todo tiembla. Un sentimiento extraño comienza a aflorar y pasamos a analizar cualquier situación en busca de un motivo que explique lo que ya sabemos, a pesar de que nos cueste asumirlo: es hora de encontrar nuestro lugar. 

    Cerramos etapas y, al mismo tiempo, dejamos la puerta abierta a los cambios y a la evolución. Nos separamos del puzle del que siempre hemos formado parte y, cuando vemos la situación con la perspectiva que sólo el tiempo otorga, somos realmente conscientes de que nos estábamos dañando y nuestra luz se estaba apagando poco a poco. No nos identificábamos con nosotros mismos, pero aceptábamos la situación por el miedo a la soledad y a no encontrar un sitio en el que nos dejasen ser. La realidad difiere: es inútil intentar amoldarnos a un puzle para poder permanecer en él cuando, en el fondo, sabemos que no nos corresponde. Al final ocurre que la pieza se ha ido estropeando y ha perdido su forma, al igual que nosotros vamos perdiendo nuestra razón de ser. Nuestra suerte es que podemos recuperarla rodeándonos de las personas indicadas. 

    Abandonamos el que hasta ahora había sido nuestro sitio para poder comenzar la búsqueda de lo(s) nuestro(s), no sin antes hacer un trabajo previo: encontrarnos. Entre tanto adapte y tanto cambio nos hemos perdido y es necesario —además de fundamental— saber quiénes somos y qué es lo que queremos. Pero, de nuevo, no se trata de preguntas sencillas de responder. No somos nuestra edad, ni dónde vivimos ni nuestro color favorito. Hay que ahondar e ir más allá de la superficie para poder encontrar nuestras raíces. Se dice que somos lo que hacemos cuando nadie nos mira; lo que sentimos y dejamos de sentir. Lo que vivimos. Somos aquello que hacemos, aunque también las cosas que no hacemos pero pensamos en hacer. Somos aciertos y errores, la suma de los éxitos y de los fracasos que llevamos con nosotros. Los sueños que estamos deseando que se cumplan, las promesas que hacemos y los deseos que esperamos se hagan realidad. Somos todo y a la vez somos nada. Eternos pero efímeros. Imposibles de definir de tanto que somos. 

    Dejamos atrás una parte nuestra con las lágrimas como acompañantes, pero ya no sabemos distinguir si son por ellos y por lo que se queda en ese puzle, o por nosotros. Puede que por ambos. No podemos evitar llorar por esa etapa que ha supuesto un constante cambio y aprendizaje, además de por los buenos momentos (aunque hayan sido escasos) que nos ha regalado, y por los otros en que hemos sufrido en silencio. Se nos humedecen los ojos al recordar la necesidad que tuvimos de cambiar y lo inservible que ha resultado ser, aunque también lloramos de liberación porque, después de tanto tiempo, volvemos a ser nosotros mismos. La tristeza, la amargura, la liberación y el orgullo se entremezclan para ayudarnos a dar el primer paso hacia el verdadero autodescubrimiento.  

    Se dice que lo que es nuestro nos encuentra, pero tal vez sería mejor decir que lo que es nuestro nunca nos abandona, aunque pensemos lo contrario. Puede cambiar de forma o de color, alejarse para que seamos conscientes de su importancia e intentarse volver invisible para que aprendamos a valorarlo más, pero nunca nos abandonará. Acabaremos (re)encontrándolo porque lo está esperando. Y cuando lo hagamos, cuando veamos el lugar que siempre ha estado vivo en nosotros, sabremos que siempre habíamos pertenecido a él. No nos sorprenderá que nos hayan recibido con los brazos abiertos y sin ningún prejuicio, felices por la aportación que cada uno hace de forma individual, y que provoca que el rompecabezas sea especial y único. 

    Ahora todas las piezas del puzle encajan a la perfección. Todo el mundo se siente cómodo y, lo más importante, libre. Libre de vivir, de sentir, de hablar, de pensar, de amar, de ser. Libre de todo. Echaremos la vista atrás para darnos cuenta de que tantos años de contención no nos han servido de nada, y es que nadie ni nada será nunca capaz de apagar lo que hace que seamos de la forma que somos.

  • La voz de la exigencia

    Tenemos un objetivo y hacemos todo lo que está en nuestra mano para alcanzarlo. Estamos a punto de conseguirlo, pero todo se queda en un mero intento. Lo vemos escaparse de nuestras manos. La impotencia nos invade y nos cuestionamos las cosas, nos culpabilizamos. ¿Hasta qué punto he dado lo mejor de mí? ¿Podría haber hecho algo más para conseguirlo? Podría. No. La voz de la exigencia nos persigue, pero hay veces que simplemente no se puede y también es importante ser conscientes de que eso es una posibilidad que muchas veces sucede.

    Una de las múltiples frases que nos regala El Principito (un libro que no deja indiferente a nadie) dice que sólo hay que pedir a cada uno lo que cada uno puede dar. El problema viene cuando nosotros nos volvemos los protagonistas y llega el impacto de realidad. ¿Qué es lo que nos estamos pidiendo? ¿Estamos cruzando una línea que no vemos? ¿O es que la vemos y la ignoramos? ¿Hasta qué punto merece la pena cruzarla?

    Posiblemente, por no afirmar rotundamente de primeras, nos estamos pidiendo mucho más de lo que podemos dar. Un fantasma llamado autoexigencia nos persigue de forma inevitable. Empieza siendo prácticamente invisible, inocente, pero poco a poco se hace más notable y comenzamos a analizarlo todo de forma mecanizada. Sabemos las cosas que no hemos hecho bien —lo que no quiere decir que las hayamos hecho mal— y nos prometemos que no se volverán a repetir los mismos errores. Y es que aprender de ellos está bien hasta que se vuelve un bucle del que no podemos salir. Está claro que si nos proponemos algo no lo podemos perder de vista, pero de ahí a que nuestros objetivos controlen nuestra vida hay un salto muy grande. El problema viene cuando no somos conscientes de lo que (nos) estamos haciendo hasta que llega un punto en el que no se puede más. El fantasma se ha hecho demasiado grande y nos domina, pero ya es tarde para ponerle remedio sin salir perjudicados de la situación. 

    Entonces entra en juego otro fantasma llamado perfeccionismo. La autoexigencia y él se encuentran y se forma una mezcla difícil de controlar. Intentar alcanzar la perfección es un camino por el que no nos hemos de perder. Y es que, si no existe en realidad, ¿por qué nos obcecamos en llegar hasta ella? ¿Acaso nos sentiremos mejor una vez la hayamos alcanzado? La respuesta siempre será no. Puede que nos invada una sensación momentánea de triunfo (por catalogarlo de alguna forma) que se verá eclipsada por las ansias de querer mantener todo al mismo nivel de perfección. Porque siempre querremos más, independientemente del punto en el que nos encontremos. Empezamos de forma sutil, nos prometemos que lo tendremos todo bajo control. Pero acaba controlándonos —y consumiéndonos— y sólo podemos exigirnos y exigirnos, aunque sepamos que tenemos que poner límites. No podemos. Y somos conscientes de ello y lo intentamos, pero seguimos sin poder. Queremos tenerlo todo bajo control y que todo salga perfecto, y cuando lo conseguimos deseamos que siga siendo así. Aunque llega a un punto en el que se vuelve muy complicado sostener esa situación y al final, sin darnos cuenta (o dándonos cuenta pero ingorándonos), nos vamos agotando y somos incapaces de mantenerlo todo a la altura que nos hubiera gustado.

    La autoexigencia y el perfeccionismo son conceptos que van de la mano, y muchas veces se ven alentados por las expectativas que se ponen sobre nosotros. Al principio era cuestión nuestra llegar a lo más alto y cumplir todo lo que nos proponíamos, pero luego entra un factor externo. La gente. Ahora ya no quieres llegar al mejor nivel sólo por ti, sino por ellos y por lo que esperan de ti. Te creen capaz de todo y a la vez ven muy raro cualquier pequeño error que puedas cometer. Y nos presionamos y presionamos para no decepcionar a nadie, pero la realidad es que nos perdemos por el camino y al final, de nuevo, todo se vuelve insostenible. ¿Quién tiene la culpa? Nadie, realmente. Las voces de nuestra cabeza son cada vez más fuertes y, aunque sepamos que no será la mejor decisión, nos vamos desviando de nuestro camino inicial. Y es que olvidamos que estar siempre a la altura es imposible. Somos personas que se equivocan, que hacen las cosas mal y que aprenden de los errores. Olvidamos que un fallo lo tiene cualquiera.

    Es innegable que resulta muy frustrante dedicar todo nuestro esfuerzo a conseguir un objetivo y no llegar a él. Nos autoconvencemos de que se ha tratado de un mal día y subimos un poco el listón para que la próxima vez no vuelva a ocurrirnos lo mismo. Y volvemos a intentarlo pero volvemos a no llegar, y seguimos subiendo el listón. De nuevo no llegamos y seguimos y seguimos. Acabamos chocándonos contra él y toca asumir la realidad: no pasa nada por no tenerlo todo bajo control. No pasa nada por no llegar a la perfección en todo a la vez, porque es prácticamente imposible. No estamos decepcionando a nadie, ni a nosotros mismos, al contrario de lo que podamos pensar. Toca asumir que hemos cruzado una línea y que es necesario que dar marcha atrás y ser conscientes de dónde está el límite. 

    Puede que la voz de la exigencia siempre esté presente, pero es importante que tomemos consciencia sobre ella y sepamos marcar límites con tal de protegernos a nosotros mismos. Todos fallamos y todos aprendemos, pero ahí reside lo más importante. Fallaremos de vez en cuando pero aprenderemos a controlar y a convivir con los fantasmas que intentan dominarnos.