—Hoy estoy aquí para decirte adiós. Dicen que las despedidas siempre son tristes, pero para mí esta es muy alegre. Me has hecho sufrir mucho, más de lo que te imaginas. Estos años a tu lado han sido muy intensos, y aunque he intentado alejarme de ti en más de una ocasión me lo has hecho imposible. Debería darte las gracias por convertirme en una mejor persona, más humana y más fuerte de lo que era antes de conocerte, pero los dos sabemos que estaría mintiendo. He aprendido a ser mejor a base de golpes y caídas de las que me tuve que levantar sola. Lo único que te pido es que ahora que me has dejado en paz no hagas sufrir a nadie más, y menos aún que hagas que esas personas tengan que pasar por lo que yo he tenido que pasar, porque nadie en esta vida se lo merece. Me toca seguir mi vida y resurgir de mis cenizas. Espero y deseo no volver a encontrarme contigo nunca más, al igual que también espero no hagas más daño del ya que haces. Dicho todo esto, adiós. Esta vez para siempre.
Con la voz rota, acabé de leer la carta y levanté la vista hacia todas las personas con las que había coincidido durante estos años. La lucha compartida había hecho que crease vínculos inquebrantables. Era nuestra lucha, la de todas aquellas personas que sufrían esta enfermedad. La de las personas que la habíamos sufrido y sobrevivimos, la de las que nos siguen apoyando allá donde estén, desgraciadamente. La de los familiares de los enfermos, la del personal sanitario. La de los futuros pacientes. La de todas aquellas personas que reivindicaban la necesidad de más investigación para más vida.
Hoy era yo quién tocaba la campana, pero ayer fue otra persona y mañana también lo será. Los ojos nos brillaban a todos y todas, y cuando el repiqueteo de la campana inundó la sala supe que no la toqué sólo por mí.
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04/02, día mundial contra el cáncer.