La pieza que no encaja

Hacer un puzle es mucho más complejo de lo que puede parecer en un principio. Empezamos abriendo la caja y volcando todas las piezas que lo conforman. El caos inicial va ordenándose a medida que construimos el puzle y hacemos encajar unas piezas con otras, pero los problemas no tardan en aparecer. Aquella pieza que pensábamos que tendríamos que colocar en un hueco no encaja. Nos obcecamos en ponerla en el sitio que nosotros le acabamos de asignar; le damos la vuelta e intentamos cambiarla de orientación, incluso la moldeamos para que encaje. Pero no lo conseguimos. Por mucho que queramos que se adapte no lo hará nunca por la sencilla razón de que no se encuentra en su sitio. Nos daremos cuenta del error cuando el daño sea irreparable y lo único que nos quede sea la resignación.  

En nuestro intento por hacer el puzle nos hemos dado cuenta de que en algún momento hemos sido esa misma pieza. La ficción, una vez más, se vuelve realidad. Nos hemos sentido forzados a ocultarnos e incluso a cambiar con tal de encajar en unos cánones con los que no nos identificábamos. La buena noticia es que no todo es oscuro: tenemos la posibilidad de alejarnos de donde no nos quieren y encontrar un lugar en el que nos dejen ser. 

Seguro que, en más de una ocasión, nos hemos visto en situaciones en las que pensábamos que no encajábamos. El sentimiento de pertenecer a algún lugar se vuelve más fuerte que nunca y consigue adentrarse en nuestras mentes. La palabra lugar adquiere un nuevo significado para nosotros, volviéndose más esencial y haciendo que nos sintamos más perdidos al ser conscientes de la realidad. De las dudas surgen los problemas: ¿qué pasa cuándo no sabemos dónde encajamos? ¿Qué ocurre cuando nos replanteamos si realmente pertenecemos a algún sitio? ¿Estamos dispuestos a hacer frente a todas esas respuestas? Todo tiembla. Un sentimiento extraño comienza a aflorar y pasamos a analizar cualquier situación en busca de un motivo que explique lo que ya sabemos, a pesar de que nos cueste asumirlo: es hora de encontrar nuestro lugar. 

Cerramos etapas y, al mismo tiempo, dejamos la puerta abierta a los cambios y a la evolución. Nos separamos del puzle del que siempre hemos formado parte y, cuando vemos la situación con la perspectiva que sólo el tiempo otorga, somos realmente conscientes de que nos estábamos dañando y nuestra luz se estaba apagando poco a poco. No nos identificábamos con nosotros mismos, pero aceptábamos la situación por el miedo a la soledad y a no encontrar un sitio en el que nos dejasen ser. La realidad difiere: es inútil intentar amoldarnos a un puzle para poder permanecer en él cuando, en el fondo, sabemos que no nos corresponde. Al final ocurre que la pieza se ha ido estropeando y ha perdido su forma, al igual que nosotros vamos perdiendo nuestra razón de ser. Nuestra suerte es que podemos recuperarla rodeándonos de las personas indicadas. 

Abandonamos el que hasta ahora había sido nuestro sitio para poder comenzar la búsqueda de lo(s) nuestro(s), no sin antes hacer un trabajo previo: encontrarnos. Entre tanto adapte y tanto cambio nos hemos perdido y es necesario —además de fundamental— saber quiénes somos y qué es lo que queremos. Pero, de nuevo, no se trata de preguntas sencillas de responder. No somos nuestra edad, ni dónde vivimos ni nuestro color favorito. Hay que ahondar e ir más allá de la superficie para poder encontrar nuestras raíces. Se dice que somos lo que hacemos cuando nadie nos mira; lo que sentimos y dejamos de sentir. Lo que vivimos. Somos aquello que hacemos, aunque también las cosas que no hacemos pero pensamos en hacer. Somos aciertos y errores, la suma de los éxitos y de los fracasos que llevamos con nosotros. Los sueños que estamos deseando que se cumplan, las promesas que hacemos y los deseos que esperamos se hagan realidad. Somos todo y a la vez somos nada. Eternos pero efímeros. Imposibles de definir de tanto que somos. 

Dejamos atrás una parte nuestra con las lágrimas como acompañantes, pero ya no sabemos distinguir si son por ellos y por lo que se queda en ese puzle, o por nosotros. Puede que por ambos. No podemos evitar llorar por esa etapa que ha supuesto un constante cambio y aprendizaje, además de por los buenos momentos (aunque hayan sido escasos) que nos ha regalado, y por los otros en que hemos sufrido en silencio. Se nos humedecen los ojos al recordar la necesidad que tuvimos de cambiar y lo inservible que ha resultado ser, aunque también lloramos de liberación porque, después de tanto tiempo, volvemos a ser nosotros mismos. La tristeza, la amargura, la liberación y el orgullo se entremezclan para ayudarnos a dar el primer paso hacia el verdadero autodescubrimiento.  

Se dice que lo que es nuestro nos encuentra, pero tal vez sería mejor decir que lo que es nuestro nunca nos abandona, aunque pensemos lo contrario. Puede cambiar de forma o de color, alejarse para que seamos conscientes de su importancia e intentarse volver invisible para que aprendamos a valorarlo más, pero nunca nos abandonará. Acabaremos (re)encontrándolo porque lo está esperando. Y cuando lo hagamos, cuando veamos el lugar que siempre ha estado vivo en nosotros, sabremos que siempre habíamos pertenecido a él. No nos sorprenderá que nos hayan recibido con los brazos abiertos y sin ningún prejuicio, felices por la aportación que cada uno hace de forma individual, y que provoca que el rompecabezas sea especial y único. 

Ahora todas las piezas del puzle encajan a la perfección. Todo el mundo se siente cómodo y, lo más importante, libre. Libre de vivir, de sentir, de hablar, de pensar, de amar, de ser. Libre de todo. Echaremos la vista atrás para darnos cuenta de que tantos años de contención no nos han servido de nada, y es que nadie ni nada será nunca capaz de apagar lo que hace que seamos de la forma que somos.

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